1º Premio. Beatriz Hdez. Tovar.
Echar al tiempo con cada ola.
Se apoye el mar en una gota.
Y el día en su desmayo nos separe.
Hundo mis manos en la arena tibia y giro el rostro para contemplarte mientras permaneces tumbada a mi lado. Hay un brillo único en tus formas, centelleo de sales, aroma de infinitos verdes, del añil de mares confidentes donde sólo se abisman y emergen los elegidos. Las olas están despertando y su inequívoco canto llama al corazón del atlante que me habita. Nos espera el arrecife dibujando el horizonte con su pétreo límite, vena acuática de la quimera que se agita en sus profundidades. Me levanto y te atraigo hacia mí. Invitas, seductora, a vadear el mundo que separa a la orilla arenosa del ingrávido universo. Entramos juntas y el deseo espuma; hiere irremediablemente el placer de atemperar mi cuerpo al rodear tus formas marinas. Atrás dejamos nuestros límites para entrar en contacto con lo que de nosotras pueda haber de divino. Ni cientos de peces como nubes de escamas, ni zigzagueantes praderas de morenas, ni retraídos ejércitos de cangrejos, ni alados pulpos pudieron verse mejor que bajo tu sombra. La pasión que siento nace siempre de un enigma que, quizá, pueda descifrar corriendo hacia un mar que siempre está por llegar. Hoy se confiesa en partitura de rumores que se elevan desafiantes. Entonces tú, perfecta, me acompañas en el cabalgar extraordinario sin repropiar al miedo de la ola pendular, hasta licuar el ardor en mudo deleite de los sentidos. Y ahora sé que tengo que abandonarte, que debemos regresar a la otra línea, museo de esperanzas que alguna vez fueron. De paseos llenos de voces nuevas a las que La Playa habla por primera vez desde los antiguos ecos rocosos, aquellos que les fueron arrancados sin percibir que latían y, sin embargo, tan benévola Las Canteras. Hemos de rendirnos a la noche, ya extasiadas, hasta la siguiente cita, las venideras olas contigo, mi querida tabla de surf.
2º Premio. José M. Balbuena.
EL CANTO DEL ZARAPITO
Siempre que había bajamar, yo nadaba hacia la Barra de Las Canteras para practicar mi singular “birdwatching”. Por allí merodeaban numerosas especies de aves. Me daba igual que fuera de noche o de día. En las jornadas soleadas y de agradable temperatura, yo margullaba con satisfacción para encontrarme en el fondo con mis amigos los moluscos, los crustáceos y cualquier otro bicho viviente, sin olvidarnos de los peces que paseaban de un lado a otro buscando su alimento. Aquí todo el mundo quiere comer a costa de quien sea. Me lanzaba desde este muro natural sobre el cual dormitaban los cangrejos y picoteaban los pájaros. El oleaje se detenía en esta pared rocosa, y dentro, hacia el levante, se formaba una mansa piscina que servía de cobijo a los niños y a aquellos adultos que apenas sabían nadar y le tenían su respeto al mar. En las tardes de verano, cuando el astro rey caía por el horizonte, creando sublimes ocasos de nubes policromadas y extrañas figuras, y el Teide se erguía con su pezón desafiante apuntando al cielo, yo veía una pareja de zarapitos muy entretenidos, escarbando afanosos en las rocas con su largo y curvado pico. A veces dejaban escapar su característico canto. Como son bastante tímidos los observaba inmóvil desde una cierta distancia para no espantarlos. Al final se familiarizaron conmigo y dejaban que me acercara lo suficiente, aunque siempre recelosos e interrumpiendo su tarea. La Barra acogía también a numerosas gaviotas que se posaban todas orientando su pico hacia donde soplaba el aire. Semejaba un mudo congreso de aves de patas amarillas y plumaje gris y blanco, que parecían meditar y descansar del ajetreo diario. Pequeños limícolas, de paso rápìdo y nervioso y cola oscilante, correteaban por el suelo atrapando su sustento y se entremezclaban con las, para ellas, gifantescas palmípedas. Pero lo más que me admiraba era el rápido vuelo de los ágiles charranes y su precipitada caída en el agua, desde lo alto, en busca de peces. Era admirable. Al anochecer revoloteaban, casi rozando las olas, los diminutos paíños, o se mecían las oscuras pardelas, esquivando el oleaje, perdiéndose en la oscuridad y emitiendo su plañidero canto de bebé llorón.
3º Premio. Cristina López Gevers
“Chato y sedosa”
Aquel era otro día de panza espesa. Los rayos del sol no conseguían blandir sus espadas de luz en aquella gruesa manta encimera, pero toda la colonia acechaba impaciente el momento preciso para mostrar sus armas y otear “los moros en la costa”. El día no invitaba a hacer safari rocoso, pero el mar se mostraba bravío y elocuente, vertiendo un vaivén de salpicaduras y diversión sin tregua en los recovecos de las rocas del Charcón. Quizá fuera el día ideal para organizar la tan esperada competición de “scratching” para comienzos del verano. Los cangrejos más intrépidos y audaces se entrenaban en las rocas resbaladizas y probaban esquivar y soportar los embates de las duchas salitradas y el efecto magnético de las corrientes. Quizá fuera su día. Quizá ese día los niños los dejarían en paz en su juego con los elementos y la libertad. Quizá no recibirían pelotazos de arena y podrían celebrar su competición. Quizá nadie iría a la playa, porque no lucía el sol. Quizá. Las pinzas asomaban de todos los huecos y los vivarachos ojos vigilaban expectantes el momento de salir y optar por la prueba. Saldrían de diez en diez para no atropellarse. El lugar de cita era el tobogán del Chato, hijo de la jaca reina. Los primeros se fueron colocando a destiempo y asincopados en sus puestos, con aquel temor visceral de los cangrejos de ser vistos por algún cazador. Esperaron la ola. Y llegó, pero fue tan arrolladora que sólo dos consiguieron aferrarse y no caer en las garras marinas. Volvían a ser Chato y Sedosa, la pareja más hábil del lugar. ¡Qué resistencia! ¡Qué porte! Tras los aplausos, se retiraron a sus haciendas con la reverencia de rigor a la jaca reina, zigzagueando en un brote de rubor. Los otros ocho compañeros luchaban por volver a sus cuevas, pues había mar de fondo y era complicado escalar las rocas. Pero entretanto se había abierto el cielo y algunos mini-exploradores avanzaban saltarines en pos de algún ser móvil. Era el momento de abandonar el deporte y pasar a otra actividad tan intensa como la anterior: el “non-trapping.
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