El huracán Ida es el noveno de esta temporada y, por tanto, un huracán temprano. En la magnitud de la destrucción causada en Luisiana es el segundo, tras el Katrina, y similar en la intensidad de sus vientos al huracán Laura de 2020.
Si bien todavía se está determinando la contribución del cambio climático a estos fenómenos, la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica (NOAA) estima que está ya influyendo en la intensidad y en la cantidad de precipitación que producen, y que estas aumentarán a lo largo del presente siglo XXI. De hecho, aunque las instituciones son enormemente prudentes, me atrevo a afirmar que la intensidad y la magnitud de la precipitación han aumentado y seguirán haciéndolo como consecuencia del cambio climático.
La razón es clara, y la estamos viviendo este año en España. Los océanos en general están más calientes, y el Ártico mucho más. Un mar más caliente que hace 50 años evapora mucha más agua, que luego precipita (en América con los huracanes y en España con las DANA).
El viaje de los huracanes
Los huracanes se empiezan a formar frente a las costas occidentales de África, en los mares tropicales calientes, y se desplazan, uniéndose unos a otros, hacia el Caribe arrastrados por los vientos alisios. Al llegar al Caribe, se encuentran con un mar casi cerrado, y por lo tanto más caliente que el Atlántico.
Cuando transcurren sobre estas zonas de alta evaporación, los huracanes se intensifican a medida que el agua en forma de vapor condensa en la parte alta del vórtice que forman. Obtienen energía de la condensación del vapor y su paso a agua líquida, liberando 0,63 kWh por cada litro de agua condensado. Y esa agua condensada cae como lluvia en mayor cantidad, produciendo inundaciones más intensas.
Algunos se mueven, causando destrucción, sobre las islas caribeñas hasta tocar tierra en las costas continentales. Allí desaparece el aporte de vapor de agua, y disminuyen en intensidad y desaparecen tierra adentro, salvo cuando se deslizan, como el Ida, hacia el norte a lo largo de la costa oriental de los EE. UU.
Frenar el cambio climático
Huracanes ha habido siempre, al igual que las gotas frías (que hoy se llaman DANA) y cambios climáticos. Pero no nos interesan los huracanes de hace doscientos mil años, ni los cambios climáticos de hace un millón de años. Nos interesan los fenómenos actuales.
Deberíamos frenar el cambio climático actual, pero no lo estamos haciendo en las cantidades ni a la velocidad que se precisa. El problema es el mismo que el de los teclados QWERTY de los ordenadores. Se dispusieron las teclas de las máquinas de escribir antiguas de esa manera tan rara para que los mecanógrafos no pulsaran dos teclas adyacentes, causando bloqueo de los martillos de las letras. Hoy es imposible rediseñar los teclados de los ordenadores.
La existencia de los motores de explosión y de combustión supuso un aumento enorme de la riqueza del ser humano, al permitir los desplazamientos baratos de personas y mercancías, y el reparto de energía a cada una de esas personas, energía que, si medimos bien, es la única riqueza de la que disponemos. Pero la explosión y la quema de los hidrocarburos (líquidos o gaseosos) y del carbón, están generando el cambio climático actual.
Se trata de cambiar a coches eléctricos. Para esto se necesitan muchas cosas: baterías de alto rendimiento, electrolineras en números muy grandes y la eliminación de las centrales eléctricas que queman gas. En España, por ejemplo, hay 11 600 gasolineras con una media de 6 surtidores, de manera que podemos estimar la existencia de unos 69 000 puntos de suministro de energía para camiones y coches. Y se tarda unos 2 minutos en cargar un coche normal, unos 5 minutos en cargar un camión. Si queremos eliminar las emisiones de CO₂ del transporte de personas y mercancías, es preciso instalar al menos 69 000 puntos de recarga de coches eléctricos al mismo ritmo que se vendan estos.
Y es necesario reemplazar las centrales de producción de electricidad de gas por centrales fotovoltaicas, termosolares y eólicas, con los dispositivos necesarios para almacenar la energía por las noches, o cuando no haya viento. Aun existiendo la voluntad empresarial o política, se precisa mucho tiempo, durante el cual se seguirá emitiendo CO₂ en España. Y mucho más CO₂ en otros países.
Aun cuando pudiésemos frenar las emisiones de dióxido de carbono y de metano en un plazo razonable, la temperatura del planeta seguirá aumentando. Tenemos que asumir esto.
Eso implica que aumentará la intensidad y cantidad de agua precipitable de los huracanes, aunque no tanto su número, que habrá pequeños huracanes que accederán a las costas españolas, causando destrucción, y que aumentarán los fenómenos climáticos extremos: olas de calor, sequías, granizos, inundaciones, heladas, invasiones del mar en las costas, entre otros.
Necesitamos protocolos de actuación
Estos fenómenos extremos son inciertos. La sociedad debe aceptar la incertidumbre, pues no es posible predecirlos en detalle. ¿Cómo prepararse para estos ellos? Si se acepta la incertidumbre, se pueden preparar protocolos de actuación para cuando se produzcan.
Un ejemplo será fácilmente entendido por los ciudadanos españoles. En enero, una combinación de aire húmedo procedente del Atlántico en las capas bajas de la atmósfera y aire muy frío en las capas altas generó una enorme tormenta de nieve sobre España, y su consiguiente helada.
No había protocolos preparados para la actuación de los sistemas de apoyo en estas circunstancias: nadie sabía bien qué hacer, y no había máquinas suficientes para limpiar las calles ni para repartir sal. Se produjo una parálisis en las instancias oficiales, y la situación solo se arregló con la acción en equipo de los ciudadanos.
De la misma manera, cuando aparecen DANA (digamos, exagerando, microhuracanes) no hay protocolos para encauzar las aguas, y las imágenes de edificios, vehículos y personas destrozados son tremendas.
En Luisiana y en la costa de los EE. UU. del golfo de México, los ciudadanos de la zona llevan cientos de años sufriendo huracanes, y aún no se han diseñado los protocolos para afrontarlos. Las medidas, siempre improvisadas, son medievales: huir y poco más. Se caen los postes de la electricidad, se inundan las vías de comunicación y edificios, y mueren personas.
Un sistema de cables eléctricos enterrados eliminaría la falta de electricidad tras cada huracán (o nevada en los estados del norte). Múltiples sistemas de desagüe reducirían la invasión de agua en las zonas urbanas. Edificios levantados un par de metros sobre el nivel de la ciudad evitarían los daños en las viviendas, y un sistema de diques bien diseñados prevendría el problema del oleaje en ciudades y pueblos.
Huracanes como el Ida, el Laura, el Katrina y otros muchos son dañinos y muy costosos. Mucho más de lo que cuesta un esquema de protocolos de actuación y el acondicionamiento de las ciudades ante los fenómenos extremos.
Antonio Ruiz de Elvira Serra, Catedrático de Física Aplicada, Universidad de Alcalá
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.