“Cuando dos caminos se separan… toma aquel que se dirija a la playa”. Hannah McKinnon

Comienza el fin de semana con nubosidad variable, temperaturas agradables

Ser player@, de la Playa de Las Canteras. Alicia Gonzálvez : ” Yo viví enfrente de la playa de Las Canteras…….”

Mi querida Playa de Las Canteras.

Yo viví enfrente de la playa de Las Canteras, en la calle Sagasta, entre las de Tenerife y Gran Canaria. En la avenida de la playa había un parquecito que ocupaba lo que es en la actualidad plaza de Saulo Torón. Tenía unos bancos de piedra de cantería y unos parterres hechos con callaos del tamaño de cocos y en el centro una palmera. Con el tiempo, en la parte más amplia del parquecito plantaron un árbol cuya especie no recuerdo, tal vez un laurel de Indias o un ficus benjamín. Alrededor del árbol pusieron un banco de madera que lo rodeaba. Más allá, hacia el sur de la avenida, enfrente de lo que fue el Hospital Inglés (hoy Hotel Meliá-Las Palmas) había otro parquecito más pequeño, con las mismas características.

La altura que había entre la avenida y la arena era mayor que la que hay ahora; por la Puntilla, por ejemplo, tenía, por lo menos, tres metros de altura y, enfrente de mi casa, un poco menos pero también era mucha más altura, pues yo tengo una fotografía en la que estoy sentada junto a mi padre en las escaleras de la playa, que también eran de piedra de cantería, y se ven ocho escalones desde la avenida a la arena.

Aprendí a nadar cuando tenía tres años; mi padre me ponía un salvavidas en forma de rueda; era de corcho, igual a los que hay en las piscinas y en los barcos para casos de emergencia.

A mediados de los años 40, con cinco o seis años, mi padre tenía una yola; para los que no la conozcan, la yola era una embarcación pequeña, para dos personas, similar a una piragua; en ella íbamos a pescar; la zona elegida era, generalmente, entre la peña del Pastel y otra peña cuyo nombre no recuerdo; nos poníamos a medio camino entre la Barra y dichas peñas. Nuestra pesca menor era de fulas, gueldes, rascacios, tamboriles y otros peces de los que habitaban en nuestra playa. En cierta ocasión, mi padre osó atravesar el pasadizo que está al final de la Barra, hacia la Puntilla, único sitio por el que se puede pasar al mar abierto por esa zona; nos fuimos hasta El Confital pero no saltamos a tierra; recuerdo que me contó que por esos fondos había unos erizos con unas púas tan largas que hasta podrían rozar con la embarcación; no se si sería cierto o no pues a él le gustaba mucho fantasear, pero yo me lo creí.

Cuando mi padre se fue a “hacer las Américas”, en 1948, mi querida madre se convirtió en padre y madre a la vez. Aunque sus cuatro niñas lo eran todo para ella, era bastante severa y el poder ir a la playa estaba condicionado según como estuviera la marea; si había reboso, como por ejemplo en las mareas del Pino u otras mareas con mucho oleaje, teníamos prohibido el bajar a la playa a bañarnos; otra cosa era ir a jugar en la arena; esto podía ser cuando ya la arena estaba seca.

Éramos un grupo de amigas que fuimos muy felices con los juegos que hacíamos en la playa; uno de ellos era el del “clavo”, que yo se lo enseñé a mis hijos más adelante; consistía en hacer una especie de mesa en el centro y nosotras alrededor; no recuerdo cuantas podíamos jugar, tal vez cinco o seis; es un poco difícil de explicar lo que hacíamos con el clavo; era una especie de malabarismo y las más ágiles con las manos eran las que ganaban más “chicos”, que es como se llamaba a la ronda que se ganaba, y lo anotábamos en el muslo rayándolo con el clavo y también, mojando el dedo con saliva, echando arena y quitando la que sobraba; de esta forma, quedaba el número marcado en el muslo. Las dimensiones del clavo variaban de 14 a 18 cm, más o menos. Otro juego era el del “pañuelo”, que consistía en ponernos en corro todas las niñas, en un hueco que hacíamos en la arena y una corría y dejaba una prenda, pañuelo u otra cosa, y a la que le tocaba tenía que salir corriendo y a su vez, dejarla detrás de otra y así sucesivamente. También jugábamos a “piola”, saltando unas sobre otras, al son de esta cantinela: A la una la mula, a las dos el reloj, a las tres Periquillo, Juan y Andrés; aunque este juego lo practicaban más los niños.

“Las casitas”: en la arena seca hacíamos unas casitas que tenían todas las estancias de una casa, dormitorios con sus camas; por cierto, que como las mayores éramos unas mandonas, hacíamos que las más pequeñajas se acostasen; incluíamos la cocina y el recibidor (que no salón-comedor como decimos ahora). A marea vacía, en la arena mojada, las casitas eran diferentes porque los muritos se podían moldear mejor e incluso hacíamos hasta jardines y aprovechábamos las algas que estaban en la orilla para hacer nuestros setos y cuando habíamos terminado nuestra obra, nos poníamos a fantasear con nuestro juego favorito. Pero, ¡maldición!: aparecía una pandilla de adolescentes “mataperros”, que al son de guerra como los indios de las películas de aquella época, nos pisaban toda nuestra obra, la cual habíamos hecho con tanto amor. Nosotras íbamos a quejarnos a los “guindillas” (guardias), pero ellos no nos hacían caso, eran cosas de niños.

Otro de nuestros entretenimientos era el ir a mariscar a la Puntilla, debajo de la casa de Dª Librada, la maestra; allí cogíamos burgaos, cangrejos, cabosos, caracolillas de cangrejilla y, por la orilla, donde rompían las olas y cuando estas bajaban, cogíamos conchitas blancas con las que después, en casa, hacíamos collares y con las caracolas de cangrejilla también, siempre antes quitándoles la cangrejilla que, por cierto, daba muy mal olor.

Otras de las diversiones consistía en que, estando la marea muy vacía, nos íbamos a coger las raíces de las sebas, que son de color rosado; después nos poníamos en la arena a masticar dichas raíces, que llamábamos “chuflas”, y tienen un dulzor especial; esto lo hacíamos ya a la tardecita, cuando el sol estaba en su ocaso; lo hacíamos vestidas y para que las faldas del traje no se nos mojaran nos las metíamos dentro de las bragas; de todas formas, siempre terminábamos empapadas y después, ya en la arena seca, abríamos la falda y la cubríamos de arena para que se nos secara, pensando en lo que nos esperaba en casa cuando nuestras madres nos vieran con esas pintas.

Otra de las cosas que recuerdo son las barquillas de hojalata, productos del reciclaje de latas de pintura, aceite y algún envase más; estas barquillas las hacían muchachillos de quince o dieciséis años y utilizaban una especie de paleta que se encajaba en las palmas de las manos para darse impulso y poder avanzar.

Los barquillos que estaban fondeados entre la Barra y la orilla nos servían, también, para nuestro recreo; íbamos nadando hasta ellos, nos subíamos, nos tirábamos y vuelta a lo mismo, hasta que nos cansábamos o sus dueños, los pescadores, nos gritaban o hacían señas desde la orilla para que lo dejáramos.

En mi época adolescente, a la parte de atrás de la Puntilla, donde hoy está ubicado un restaurante, se le llamaba “Los Culatones” y no como ahora se les llama Los Caletones. En la Puntilla había una escalera que, a marea llena, servía de trampolín a los muchachillos de la zona.

En más de una ocasión, vi desde la ventana de mi casa, con mareas de muchísimo oleaje, a adolescentes de trece o catorce años, bañándose desnudos. La explicación a este “nudismo” tan avanzado en el tiempo la encuentro en que sabiendo su familia lo peligrosa que estaba la marea les prohibía el baño pero ellos, bastante inconscientes por cierto, se quitaban la ropa y al “agua patos”. En aquellos tiempos, los niños eran muy delgados y veíamos como sus frágiles cuerpos eran juguete de las olas.

Guardo en mi mente dos circunstancias que me conducen a una gran nostalgia. Una de ellas es la arriada de las velas de los barquillos que regresaban de la pesca y lo hacían un poco antes de llegar al “pasadizo” que le llaman de Juan Rejón porque a través de la playa y al fondo se divisa dicha calle y esto les servía como punto de referencia; en la orilla les esperaba la gente para ver que pescado traían y comprar el que más les conviniese; además de los compradores, también rodeaban la barquilla bastantes curiosos, tanto mayores como pequeñajos, para contemplar aquella variedad de pescados con sus relucientes escamas y variados coloridos; una vez sacada la mercancía, los pescadores, seguidamente, se ponían a la tarea de limpiar las barquillas y dejarlas dispuestas para la siguiente salida a la mar para faenar. La otra circunstancia era oir la trompetilla del hombre del carrillo del helado, cuyo sonido llegaba hasta mi casa; coincidía, más o menos, sobre las tres de la tarde. En ese espacio del día se percibía tal especie de calma que los sonidos nos llegaban atemperados.

Por las noches y a marea vacía, se veía a los pescadores que iban a “pulpiar” y a “cangrejiar” a la Barra, iluminándose con el “mechón”, antorcha, que estaba hecho con hojalata, en forma de cucurucho y en la parte alta ponían un trapo empapado en petróleo, al cual prendían. También utilizaban una “fija”, varilla de hierro puntiaguda, para atrapar a los pulpos y cangrejos.

Me he salido un poco de la cronología de los hechos, porque he pasado por alto en lo que me refería a nuestras diversiones en la playa, el “sebar” las olas: ¡qué gozada!; más de una se llevó un revolcón.

Algunas madres, colocaban en la ventana un periódico, visible desde la playa, como señal de que ya era hora de subir a almorzar y que ya estaba bien de agua.

Sobre los años 50, se instalaron unas balsas de madera que flotaban sobre bidones y que tenían trampolines; también, en algunas peñas, colocaron trampolines, pero resultó que un joven sufrió un accidente y lo quitaron todo.

El camino hacia la Barra, generalmente, los playeros lo teníamos trazado; nos metíamos en el agua a la altura del Reina Isabel e íbamos en diagonal hacia ella; había tramos que los hacíamos nadando y otros a pié; a medida que nos aproximábamos a la Barra, había menos profundidad. Una vez en ella, nos poníamos a caminar e íbamos explorando en todos los charquitos. Otra cosa eran los fondos; ¡cómo se disfrutaba viendo tanta variedad de fauna marina que la naturaleza nos regalaba y recreaba la vista: gueldes, fulas, cabosos, vacas, estrellas de mar, jacas pelúas, almejas reales, abanicos, erizos, aguavivas de fideos, etc., etc.!.

Una cosa que me quedó pendiente de nuestras idas a la Barra y que ya, a mi edad no lo haré, sería tirarme por detrás; me parecía una temeridad, o tal vez, que era un poco cobardica.

Mis recuerdos me llevan, también, a cuando mi marido y yo éramos novios, íbamos a pasear a este sitio tan maravilloso y nos tendíamos a tomar el sol en unas peñas lisas, un tanto inclinadas; allí estábamos en el paraíso.

Otra diversión era el tirarnos en la misma orilla, con apenas un palmo de agua, como si fuéramos acróbatas; ahora, cuando lo recuerdo, me quedo perpleja y me pregunto: ¿cuántas personas de esa época no tendrán hoy lesiones de columna?.

Cuando, ya casada y con mis hijos, nos poníamos por la clínica de San José y con los niños íbamos a la Barra, yo provista de un escoplo metido en una bolsa de plástico y que ataba a la braguita del bikini. Les daba algunas “clases” sobre lo que íbamos viendo; me encantaba coger los erizos, abrirlos con el escoplo y deleitarme con el sabor de sus corales. El tiempo se me iba sin darme cuenta pero los niños protestaban y querían regresar a la orilla.

Las aguavivas, ¡qué miedo!. Por nuestra playa, las que venían y siguen viniendo son las que llamábamos de “paragua”; estas casi tenían el color del agua y cuando nos dábamos cuenta ya las teníamos a nuestro lado; no eran tan peligrosas como las de color violáceo, cuyos rejos son tan largos que, según he leído, pueden alcanzar hasta veinte metros de largo y cuyo nombre científico es fisalia (carabela portuguesa) y son las más peligrosas por su toxicidad, que produce mucho daño. De niña me “picó” una y me pusieron ajo machacado y “pis”; era tan fuerte el dolor que estuve corriendo por la galería de casa no se cuantas veces pues me parecía que si me paraba me dolería más. Como venganza hacia estas aguavivas, íbamos al colegio Viera y Clavijo, por la orilla de la playa y nos divertíamos aplastando dichos animalitos. A veces, les abríamos las crestas, sin ninguna protección en las manos, y les salía una especie de sopladeras, que nosotras decíamos que eran hijos.

En un tiempo, ya muy próximo, hace un par de años, me tiré al agua y nadé hacia dentro, hasta que las olas me permitieran nadar más cómodamente; al poco tiempo de estar en el agua, sentí frió y me dirigí hacia la orilla; ya sabemos cómo rompen las olas en la orilla a marea fuerte, y resultó que no encontré la forma de cómo salir; la fuerza de la corriente era tan grande que, aunque tenía las rodillas y los brazos apoyados en la arena, a gatas, no me podía levantar; había varias personas que contemplaban mis apuros pero ninguna se decidía a rescatarme; de repente, apareció corriendo mi queridísima nieta Cecilia, de nueve años, y una señora muy amable, que me liberaron de las “garras” del océano. Esta ha sido la única vez que me he visto en apuros en nuestra playa, pero es que los años no perdonan.

En nuestra querida playa, con el transcurso de los años, han ocurrido contados accidentes; es muy segura y tomando las debidas precauciones, podemos disfrutar de ella con toda tranquilidad.

Cuando me meto en el agua y mi cuerpo entra en contacto con ella, nado hacia dentro, donde está más cristalina y es tal la sensación que experimento que, sin pensarlo, me sale el decir, a voz en grito: ¡¡ Mi playa de Las Canteras, la más maravillosa del mundo!!.

Alicia Gonzálvez Parada

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