Habituarme al fondo no fue tarea de dos días. Mis ojos humanos tan sólo me permitían ver simples destellos en el fondo. Después de una semana como ser marino empecé a distinguir otros matices de mi nueva vida. Mis escamas me daban la apariencia de un ser plateado, casi lunar. Mi cola se había fortalecido y era capaz de avanzar muchos metros con un ligero movimiento. Sólo se me resistía una tarea; cazar para vivir. Como comprenderán es muy difícil después de buscarse la vida en la selva urbana, pasar a ser un pez y además tener la habilidad de cazar en un fondo en apariencia gris y donde nada parece apetecible. Y digo esto porque para un humano común, un plato tiene que entrar por los ojos, sobre todo desde que los cocineros son más pintores que otra cosa. En cambio en el mundo marino todo es más pálido y escurridizo.
Empecé a perder peso y a confundir a las anémonas con enormes merengues de nata. Un día mientras meditaba sobre mi debilidad apareció delante de mí, aquel tentáculo rápido y veloz. Con un solo giro dio la vuelta a una eriza y extrajo de ella unas tripas amarillas y suculentas. Otro tentáculo arrimó el cascarón al borde de la cueva y allí el pulpo debió relamerse. Se me hizo la boca agua. Y tuve la tentación de pedirle que me diera unas clases de caza y pesca de erizas. Pero aún tenía la fisonomía de un humano con cola de pez y tampoco conocía el idioma de los pulpos. Sabía que eran animales inteligentes, capaces de jugar y de aprender las cosas que hace un niño de dos años. Confieso que por esa razón nunca quise comérmelos. Siempre he pensado que un pulpo es un cerebro que se arrastra, por tanto hay que respetarlo.
Pero decidí observarlo para aprender y, sobre todo, intentar hacerme su amigo. Mi madre me enseñó que hay que tener amigos en todas partes, y más en mi condición de sireno. Nadie se fía de un sireno a primera vista.
Así, los primeros días el pulpo era reacio a recibir mis piedrecillas para hacer el pequeño muro de su cueva.
Rechazaba todos mis regalos con delicadeza. Hasta que un día uno de sus tentáculos me acercó un cascarón aún sin relamer. Era obvio que me estaba invitando a una tapa. Probé aquellas tripas amarillentas y me estremecí de gusto. Esta vez no se lo agradecí con una piedra sino con otra tapa de un cangrejo, mi primera caza mayor. En realidad, sólo me alimentaba de caracoles y cangrejos, me era imposible hacerme con otros peces.
Desde entonces tenemos una relación muy especial. Podría decir que entre nosotros sobran las palabras. A su manera de cefalópodo me ha enseñado a no recoger regalos de nadadores, y en muchos casos a no devolverlos. Esas son las ocasiones en que podemos ser cazados. También me enseñó a no comer desechos a despreciar el pan y a distinguir residuos como plásticos de colores que flotan en el superficie algunos días de verano. Y por si fuera poco aprendí a escoger bien mis rincones. Hay rutinas que te pueden costar la vida, más aún si no sabes con qué te puede sorprender la marea. Así que siempre que podía intentaba evitar a los buzos que se acercaban. Tan sólo una vez caí en la tentación pero enseguida me arrepentí. A una esbelta nadadora se le cayó un anillo. Estaba debajo de ella y estiré mi brazo para detenerla. Ella me miró y su hermosa boca se llenó de burbujas. Sin duda estaba gritando presa del pánico. Tanto se le llenó de agua la boca que se quedó inconsciente. La empujé hasta la orilla y allí un socorrista la salvó. Al volver en sí ella me describió y dijo que podía ser un peligro para los bañistas. Pero lo que más gracia me hizo fue que le soltó: “Parece humano pero no lo es, es una especie de monstruo marino dispuesto a devorar a cualquiera”. Mi piel empezó a camuflarse y hacerse tan gris como la arena. Cada vez que a algún humano se le caía algo al fondo se lo llevaba al pulpo, él lo palpaba con sus tentáculos y al final decidía su destino. O lo enterraba, o lo colgaba en su cueva o lo usaba para fortalecer su fabulosa muralla. El pulpo y yo no somos invencibles pero hemos aprendido a vivir en un fondo inhóspito. Aunque si el pulpo hubiera conocido la selva urbana, el fondo marino le parecería un jardín de algas primorosas.
Montserrat Fillol.