Vi una ciudad llena de luengos edificios
y de rollizas carreteras,
de espejos estratégicos
y de cañerías impolutas.
Las farolas se erguían majestuosas
y las antenas temblaban suavemente.
La brisa susurraba al oído de las plantas
palabras de amor que luego se las llevaba
y en las nubes se reflejaban los colores de las aceras
que iban a parar, cómo si no, al mar.
Pero por las calles sólo paseaban las palomas
saludándose cortésmente al pasar,
y en los espejos sólo se movían las plantas
asintiéndose con gravedad al mirar.
Sí, vi una ciudad llena de edificios y de carreteras,
de farolas y de antenas,
de cañerías por las paredes
y de palomas que besaban las baldosas,
pero en aquella ciudad al borde del mar,
en aquella ciudad hespéride e inmortal,
no había nadie,
absolutamente nadie con quien hablar.
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