(Foto. El Confital en la década de los 50-colecc. Juan Báez)
Tendría yo 12 o 13 años cuando ocurrió. Mi madre tenía una academia de Corte y Confección, donde enseñaba patronaje y costura a un grupo de chicas entre 16 y 20 años. Entre sus alumnas, estaba yo.
Ese verano de 1950, varias de ellas decidieron ir a merendar al Confital. Desde mi casa en la Isleta, nos fuimos caminando hasta allí. Mi madre me dejó ir, pero con un poco de reserva y me dijo: “ tu no te bañes, que el mar por el Confital es muy peligroso, y te puede pasar algo”. Yo sabia que ella tenia miedo, y desde luego, motivos tenía para ello. Cuando pequeña, se le habían ahogado dos hermanos en el mar al ir a ver a un submarino alemán que había recalado por el antiguo Muelle de las Palmas. Le cogieron el bote que mi abuelo tenía en el Sanapú, y al llegar cerca del muelle, se les viró el bote. Uno de ellos no sabía nadar, y su hermano tratando de salvarlo también se ahogó.
Desde entonces, mi madre, le cogió respeto al mar, y como consecuencia, no me dejaba bañarme en el. Pero bueno… esto era distinto, solo íbamos a merendar. Y así lo hicimos. Metimos en una talega unos bocadillos y unos refrescos, y andando, que los tiempos no estaban para muchos lujos. Pasamos la tarde jugando, cogiendo sol y remojándonos en los charcos. Allí no había peligro. Pero…. de repente aparecieron unos amigos de las chicas con un bote, venían de la Puntilla y nos invitaron a regresar con ellos. Decían que era mas rápido, más divertido, se les veía que las querían impresionar. Y vaya si las impresionó. Era una invitación atractiva y emocionante, una aventura navegar por detrás de la Barra. Subimos todas encantadas de hacer algo nuevo, nos acomodamos como pudimos, pues éramos muchas y empezó la travesía, íbamos cantando y riendo felices. Cuando nos acercábamos a la Barra, el bote no obedecía, y aunque remaban y remaban con fuerza, se iba derecho a las rocas. Por esa zona había mucha corriente, la mar estaba de reboso y los muchachos no atinaban con el pasillo de entrada. Ya no cantábamos, las chicas empezaron a ponerse nerviosas y algunas de ellas rompieron a llorar. De repente, desde La Puntilla, donde hoy está ubicado el Restaurante La Marinera, oímos que alguien gritaba con un megáfono o cosa así “ boguen pá fuera,” “boguen pá fuera”…. Yo iba sentada en el fondo del bote, pues estaba lleno hasta los topes. En esto, cuando pensábamos que nos estrellábamos contra la Barra, vimos que se nos acercaba un pescador en un barquillo pequeño y remando de píe. Varias de las chicas, las más nerviosas, se pasaron con el. Yo me quedé en el bote sentada viendo como el pescador nos guiaba a través del corte que hay en la barra, por donde ellos salen a pescar, sorteando las olas y peñas con una soltura, digna de un malabarista hasta dejarnos dentro, sanas y salvas. El mar, desde la Barra hasta la orilla, estaba como un plato. Recuerdo que no fui consciente del peligro que habíamos pasado. Bendita ignorancia. Cuando llegamos a la orilla, nos metimos todas en el agua a nadar y a reírnos como si no hubiera pasado nada… mi madre nunca se enteró. Díos nos libre.
Concha Lacoste