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Recuerdos juveniles de Marion Cavani en la casa de ITALCABLE, en Punta Brava

(Fotos: Derecha: El Sr. Cavani rodeados de sus empleados. Izquierda: La zona de la playa con Italcable al fondo)

“Mi casa daba al mar. Ese mar se metía en mi casa y allí vivíamos felices con el salitre y el ruido de las olas”.

Marion Cavani es hija del fundador y director de Italcable. Vivió intensamente su infancia con sus padres y hermana en un edificio imponente situado en la Playa de Las Canteras, a la altura de la actual calle Gravina. Su casa era la sede de Italcable y servía como punto de enlace de un cable telegráfico submarino que comunicaba la isla de Tenerife con Las Canteras. Hoy, el edificio, tristemente desaparecido, se levanta en la memoria de Marion frente a la playa; piedra a piedra, ya golpean sus palabras a su puerta invisible como un rumor salvaje de olas; ya se alza el recuerdo de su gran castillo, su atalaya de niña libre, hecha de arena y sal, peinada con las trenzas de la mar rizada de Punta Brava. Todos los que la conocieron como ella recuerdan aquella casa, pero nadie comprende por qué la destruyeron, por qué en la flor de la vida se sepultan las cosas importantes en medio de la nada.

T.- Cuéntanos tus recuerdos de infancia, cuando tú vivías en el edificio de Italcable en la calle Gravina… Dime, ¿la playa era tu mundo?

M.- Claro que sí. La playa fue mi mundo, porque yo llegué allí a los tres meses de edad, así que mi vida estuvo centrada en la Italcable y en la Playa de las Canteras. Recuerdo que estaba todo el día en la playa, descalza, con un bikini chiquitillo o braguilla y feliz. Mi madre me llamaba “el niño de la selva”, porque salía por la mañana, volvía a comer y por la tarde otra vez y… bueno, feliz, sin maldades y malos rollos como decimos ahora, sino que era más feliz… De hecho, la playa a mí me ha marcado muchísimo, ese olor de mar me lo llevo a todos lados. Y el olor a mi casa, por supuesto. Que no sé por qué la tiraron… pobre casa mía…

T.- ¿Y a qué olía tu casa?

M.- ¡A mar! Porque mi casa daba al mar. Ese mar se metía en mi casa y allí vivíamos felices con el salitre y el ruido de las olas. Teníamos una terraza que daba a la playa, donde estaba mi perro, Kim, que también me quiero acordar de él, que muchas veces se cayó a la arena. Yo era feliz, feliz… me asomaba a aquella playa, saludaba a mis amigos con la mano y corría para allá. Bueno, la playa era mi vida y la de todos los que vivíamos allí alrededor.

T.- Tu padre era italiano, ¿no?

M.- Sí, y mi madre también. Mi padre vino aquí en 1928, porque antes estuvo por Europa, en París, en Bruselas, por varias centrales de la Italcable y, ya después, vino aquí a ser director de la Italcable. Más tarde, lo nombraron cónsul de Italia y allí estuvimos toda la vida, bueno, hasta que se jubiló. Mi madre vino justo en la II Guerra Mundial.

T.- Cuéntame algo de tu madre…

M.- Bueno, mi madre conoció a mi padre en la Italcable cerca de Roma, en Ostia, y se casaron por poderes, porque mi padre tuvo que venir para acá, porque primero estuvo en Cabo Verde. Creo que vino hacia 1940… Mi madre vino de incógnito, se hizo la muda durante el viaje, porque no se podían pasar las fronteras en aquel entonces, estaban en plena guerra. Y nada, después, fue muy feliz aquí, nací yo…

T.- Pero supongo que a tu madre le tuvo que costar mucho el cambio de mentalidad de Italia a Canarias…

M.- Muchísimo, porque esto era muy provinciano, aquí no se conseguía nada. Por ejemplo, mi padre, en la comida, estaba acostumbrado como italiano a comer otras cosas, entonces, todo lo conseguía en los barcos. Cuando él despachaba los barcos, al ser cónsul italiano, tenía muchos amigos entre los capitanes de barco, y ahí le regalaban desde la harina hasta las galletas y los espagueti. Todo, todo, todo lo conseguía en los barcos.

T.- ¿No echaba de menos tu madre un poco de vida social en esta zona? Quizá en Italia ella estaba acostumbrada a arreglarse para salir a dar una vuelta y reunirse con otras señoras a tomar un café, charlar…

M.- Bueno, bueno… ella vestía guapísima, guapísima, con mucho estilo. Me dicen los vecinos de la calle Gravina -los pocos que había en aquel entonces en las casitas terreras- que se asomaban a las cinco de la tarde, que era la hora en que salía mi madre, para verla pasar. Llamaba la atención por los modelos, por cómo iba… aquello es anecdótico. Siempre que veo a alguien de entonces, me lo recuerda. Pero, sí, le costó mucho, mucho. Entonces, su vida social era, más que nada, cuando venían los barcos italianos y se hacían fiestas a bordo, donde bailaban, cenaban y estaban con todo el mundo, y aparte de eso, en el Parque Santa Catalina, que era donde se reunían todos los italianos y, claro, allí tenía un poco más de contacto social. Entre las amigas que tuvo, quiero recordar a mi madrina Inocencia Rodríguez, que fue su gran amiga y, gracias a ella, que le ayudó mucho, porque esto era… Fíjate, recuerdo que una vez, recién llegada aquí, se le ocurrió ir en bikini a la playa y la rodearon como veinte o treinta niños, ¡todos desnudos y pidiéndole dinero! ¡Era tremendo! Claro… le costó, pero bueno… Siempre añoraba su Italia querida.

T.- De manera que tú, prácticamente, vivías en la playa cuando eras chica, ¿qué ritmo de entradas y salidas tenías en casa?

M.- Yo bajaba por la mañana, subía a comer y, otra vez, para la playa. Pero, claro, la playa de entonces no es la playa de ahora. En la playa había un grupito en Punta Brava, otro grupito en la Playa Chica y otro grupito en la Playa Grande, que éramos todos contrincantes. Y, entonces… más gente no había. Venían a veranear en las casas que había en la avenida, pero más gente no había, la playa era una maravilla. Y, aparte… te ponías a pescar… pescabas; te ponías a coger cangrejos… cogías. Pero ahora está todo esquilmado, ahora es que no hay nada, lo que hay es basura.

T.- ¿Y cómo aprendían a nadar?

M.- ¡Ja, ja, ja! Como aprendieron mis hijos, en el agua, ellos solos.

T.- Se tiraban al agua y a buscarse la vida…

M.- ¡Sí! ¡Y ya está! ¡Es que aprendías sola! En aquel entonces, no se sabía lo que era aprender a nadar… flotabas y ya está, y más feliz que yoyito, vamos…

T.- ¿Y llegaban hasta La Barra o les daba miedo ir hasta allí?

M.- ¿Qué dices?, ¿miedo?

T.- ¿Iban nadando?

M.- Sí… o por los pilones, caminando… No sé si tú conocerás los pilones…

T.- Sí, los que se suelen ver delante de…

M.- Son unos pilones que hicieron cuadrados de cemento…

T.- Delante de la casa de Manuel Padorno, en Punta Brava.

M.- Sí, sí. Que no era la casa de Padorno, era la casa de don Matías Guerra y doña Julia Torres, íntimos amigos nuestros. Y María Teresa Guerra, su hija, Julita y Manolo, que fue novio mío. Y… ja, ja, ja, ja… muchos años… desde los 12 hasta los 17, ¡mi primer novio! Y, bueno, ¡era una casa fantástica! Mis recuerdos de niñez también están metidos en esa casa, porque estaba en la mía o estaba en la casa de doña Julia. Feliz, feliz, feliz.

T.- ¿Y qué recuerdas del trabajo de tu padre? ¿Siempre estaba en el edificio de Italcable en Las Canteras o tenía que ir a la otra central de la empresa en el Parque Santa Catalina? Dicen que allí había una central que comunicaba Las Palmas con Lanzarote a través del cable telegráfico submarino, ¿no?

M.- No, él estaba en la Italcable y, después, tenía que salir, por ejemplo, cuando venían los barcos italianos. Entonces, era la gloria para él. Se iba a los barcos y allí estaba. Iba al muelle y ver los barcos era su delirio y eso me lo dejó a mí, porque me chiflan los barcos y su olor. El olor del barco me vuelve loca, pero yo creo que es por eso, ¿sabes? Por los recuerdos. Ay, los recuerdos… Mi padre era una figura así, muy parecida a la de Juan de Borbón, un hombre recto con las manos a la espalda y caminando por la avenida. Eso no se me olvida.

T.- ¿Hablaba en español?

M.- Muy bien, sí. Además de su lengua materna, sabía español, inglés y francés. Nunca tuvo problemas de comunicación, porque estuvo por Europa viajando siempre con la Italcable. Nunca tuvo problemas, era una gran persona.

T.- Supongo que al derribar el edificio casi se te rompe el alma…

M.- ¿Casi se me rompe? ¡Menos mal que mi padre no vivía porque yo creo que él se hubiese muerto! Él adoraba aquella casa.

T.- ¿Y a ti qué te hubiera gustado hacer con aquel edificio tan singular de la playa?

M.- Conservarlo. Y yo siempre lo decía… por favor… hagan un museo, algo, algo que conserve ese edificio… pero lo tiraron abajo y la verdad es que lo que hicieron fue como una caja de zapatos de cemento, horrorosa. Yo me pregunto si no les da vergüenza haber hecho eso en primera línea. Además, tenían que haber llevado la calle Gravina hasta la avenida de Las Canteras. Vamos… es que no lo tenían que haber tirado, porque, además, pegada a la Italcable, estaba una casita terrera que era la de doña Marta Gil, era un chalecito hacia la playa con un gran jardín en la parte de atrás, hacia la calle Portugal. Era ideal, ¿pero cómo hacen esas cosas? Bueno, ¿cómo lo permiten? Es que no lo sé… No cuidar ese patrimonio de la playa es un pecado mortal y aquí, en Las Palmas, nos estamos quedando sin nada. Aquí se han hecho barbaridades.

T.- ¿Tú serías partidaria de conservar todos los edificios antiguos que quedan en primera fila de playa?

M.- Sí, claro, sí. Hay que conservar todo lo que sean recuerdos.

T.- Eso esperamos todos, Marion. Muchas gracias por ayudarnos a reconstruir esos espacios perdidos, hoy invisibles, pero presentes en el alma de salitre de esta playa. Hasta pronto, niña de la selva.

Teresa Iturriaga Osa.

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