“Cuando dos caminos se separan… toma aquel que se dirija a la playa”. Hannah McKinnon

Viernes: con la brisa del norte llegan las nubes

Recuerdos de los hijos de Henri Hurter, el ingeniero suizo que montó las turbinas de la CICER

(Fotos.Vertical: Henri con gafas, y los brazos cruzados, con amigos canarios de la época. Horizontales: La casa de la familia Hurter en la c/Churruca y la CICER de entonces)

Ricardo Hurter y su familia nos esperan en su casa de la calle Churruca. Las puertas están abiertas de par en par y entramos a buscarlos hasta el patio. Allí están charlando los dos hermanos, Pliple y Quico (Enrique, como su padre), como se les conoce desde siempre a los hermanos Hurter. Quico se casó y vive en Suiza hace años, pero tenemos la suerte de que el matrimonio se encuentre en Las Palmas de vacaciones visitando a sus amigos y familia. Esta fue la casa de Henri Hurter, el ingeniero suizo que llegó a Las Palmas a montar la primera turbina de La Cícer. Es una casa costera, cordial, hospitalaria, eso se nota con sólo atravesar la entrada de su pequeño jardín lleno de arbustos y plantas verdes entre las que destaca un cactus trepador, como un pulpo gigante que avanza por la pared medianera. Todos conocemos esta casa, no pasa desapercibida, porque al bajar la calle Churruca hacia la playa, nos llama la atención su resistencia entre las nuevas edificaciones, es la única casa terrera que queda en esta zona, pintadita de blanco y azul, al lado del antiguo Bar Mero. Uno se pregunta entonces si no habrá ahí dentro mucho pasado, muchas vivencias y afectos que no quieren derrumbarse y queremos comprobarlo. Ellos comienzan enseguida a recordar los tiempos de infancia y juventud que vivieron con sus padres en esta casa.



Ricardo Hurter:

Mi padre vino en el año 28 a montar una turbina de BROWN BOVERY y CÍA. que se llamaba BBC, igual que la emisora inglesa, y era una empresa suiza. Él estaba por toda Europa haciendo montajes de turbinas y, cuando vino aquí, montó la primera turbina, cuando se inauguró en el año 28 la central de La Cícer, porque la antigua era de carbón, que estaba en la Plaza de la Feria. La técnica que utilizaba la empresa de nuevas turbinas que él instalaba era una novedad en aquel tiempo, quiero decir que se trataba de una tecnología más avanzada. Después de hacer el montaje, él se marchó a Suiza como siempre, para seguir su recorrido por Europa y, en el año 30, ya él se había casado y parece que la empresa de La Cícer cursó a la empresa BROWN BOVERY y CÍA. una carta con una petición para que, o bien mi padre o bien otra persona, viniera aquí a hacerse cargo del mantenimiento de todo esto, porque no se conocía bien el nuevo sistema. Entonces, mi padre lo pensó con mi madre –tenían una niña ya, mi hermana Alice, que actualmente vive en Suiza- y se vinieron para acá, pensando que iban a estar en un sitio ya estables, para no estar todo el tiempo recorriendo el mundo.

En un principio, estuvieron viviendo por ahí cerca de la calle Franchy Roca, en la desembocadura de un callejón donde había una pensión que me parece que la llevaban unos alemanes; después, pasaron a vivir a la calle Portugal, a la casa de don Isidro Parellada y doña Micaela, donde creo que nació mi hermano Quico. Más tarde, mi padre compró el solar aquí que, por cierto, le dijeron que si estaba loco, porque todo esto era arena y, a marea alta, subía hasta la calle Fernando Guanarteme, que entonces era la carretera general del norte, la única asfaltada de la zona. El agua subía, sobre todo, cuando las mareas fuertes, en las del Pino. Mi madre incluso le comentaba que si le había traído a un desierto… pero a él esta casa le quedaba cerca de La Cícer, así que le instalaron un teléfono para, en caso de avería, llamarlo por la noche, etc., y aquí se quedó. Recuerdo que el teléfono era el 1797. Más adelante, ya en el 40, nací yo. Al tiempo, estalló la guerra mundial y todos los alemanes tuvieron que volver para allá, cerraron el colegio alemán donde estudiaban mis hermanos, porque los maestros y familias alemanas debían regresar a su país. Mi padre, entonces, decidió enviar a estudiar a mis hermanos a Suiza. Y claro, yo me quedé aquí, porque mi hermano ya tenía hecho el bachillerato en el colegio alemán –le llamaban la matura o algo así- y también tenía algo hecho de la Escuela Industrial de Las Palmas. Yo era muy pequeño todavía.

Quico Hurter:

Sí, yo estaba estudiando un año en la Escuela Industrial de Las Palmas, pero no funcionaba bien, por eso mi padre me hizo marcharme de aquí. Me parece que fue hacia el año 48 cuando me mandaron para allá.

Ricardo:

De mis recuerdos de entonces, tengo varias anécdotas de mi padre, por ejemplo, que todos los que trabajaban en las sogas por esta zona –porque en aquella época, nadie tenía reloj, al haber mucha miseria-, un poquito antes de las siete y media, cuando mi padre salía por la puerta para arriba, decían: “Ahora enseguida suena la sirena de La Cícer”. Y cuando lo veían ya a las 12, saliendo de la central de vuelta a casa, sabían que volvía a sonar la sirena. Y, a la una y media, cuando volvía a ir para allá, a la una y veinte, más o menos, salía mi padre de aquí, y ya iba caminando por ahí, por la arena para allá, y ya la gente dice: “Buh… ahora mismo dan la una y media”. Y luego salía a las cinco de la tarde otra vez y lo mismo, y así siempre. Mi padre se jubiló y después, la fábrica siguió funcionando. Mi hermano vino más tarde a montar una turbina, porque mi hermano, al irse a Suiza, salió de la escuela y entró en la fábrica de mi padre, porque la BROWN BOBERY y CÍA. tenía escuela propia y fue montador de turbinas también. Se dio la coincidencia de que mi padre montara la primera turbina de BROWN BOBERY en La Cícer y mi hermano también montara la última turbina en La Cícer de BROWN BOVERY. Mi padre murió en el 72, tenía 72 años, y sé que ese mismo año, desmontaron la máquina que él montó. Ya no funcionaba la que nuestro padre había montado, pero aquella duró, porque era de las que duraban toda la vida.

Quico:

Yo estuve antes por varios países montando turbinas de vapor, y, por eso, yo vine aquí en el 62 -cuando todavía estaba mi padre trabajando- a montar una de aquellas turbinas de vapor. No duró muchos años. Yo me enteré de que habían quitado hasta esa turbina que yo monté, que estaba como nueva, en vez de venderla a otra central en España, que eso se hace a veces. No la aprovecharon. Más tarde, aquí metieron algunas turbinas diesel porque no había bastante potencia.

Ricardo:

Sí, también tengo recuerdos de mi padre en la playa, pero mi padre iba a la playa tranquilito. A veces, se iba hasta La Barra nadando, pero siempre a braza, despacito, despacito, iba tranquilamente hasta La Barra y se venía para acá. Él vivía para la fábrica, pero después, ya cuando se jubiló, él caminaba mucho, se iba hasta La Puntilla, se bañaba y se daba sus paseos por la arena. Iba también al Parque Santa Catalina, porque su afición era la filatelia, y allí aprovechaba para comprar tabaco de pipa y puros palmeros, que era su vicio.

Quico:

La verdad, se puede decir que él ha vivido para la central. Yo me acuerdo de oír el teléfono, aquel 1797 sonando, y cómo él se enfadaba a veces…

Ricardo:

Sí, sí, claro. Recuerdo que una vez vino uno de los directores con el gobernador civil porque era Navidad, eso fue un apagón que hubo y le dice el director de la fábrica: “¡Esto es un sabotaje!”; y mi padre le contesta: “Oiga, si aquí hubiera un sabotaje, yo soy el primero que tengo que marcharme, que soy extranjero”. Eso le dijo, pero envenenado, porque mi padre se cabreó con ese tío, le cayó mal desde un principio. Hubo un director primero, don Luis Pelayo, que por lo visto, según decía él, era un caballero, muy educado, los obreros también lo decían. Era un asturiano, de estas personas que siempre daban los buenos días cuando aparecían, porque esta gente de la administración estaba en San Bernardo, esquina Cano o Viera y Clavijo… Después, ya cuando vino ese nuevo, llegó y, por lo visto, entró sin saludar y parece que mi padre le hizo este comentario: “Aquí se acostumbra a decir los buenos días”. Y a los obreros, eso les gustó, porque ellos se sentían humillados porque no saludaba al personal. Y oiga, si usted acaba de llegar, por lo menos, preséntese y diga quién es y dé los buenos días y todas esas cosas. Y después le preguntaba a mi padre que qué era esto, que qué era lo otro… porque no tenía ni idea de lo que tenía entre manos, porque en aquellos tiempos, sabes que nombraban directores a…

Pero, bien, en general, recuerdo que mis padres fueron felices aquí en Las Palmas, con sus cabreos y tal… Pero mi madre tenía mucha añoranza de Suiza, porque mi madre tenía muchos hermanos allá, siete hermanos más. A mi madre la conocían todos por doña Frida y la verdad que la apreciaban y la respetaba todo el mundo. Mi mujer siempre se acuerda de lo bien arregladita y vestida que iba siempre. Creo que mi madre fue muy adelantada para su época, porque a nosotros nos dio mucha libertad cuando aquí estaba todo prohibido. A mí me llaman “Plepli” porque era así como me llamaba mi madre, es como un diminutivo de “bebé” en suizo, algo así como “bebili”, porque yo era el benjamín de la casa. Ella estaba siempre con su diccionario en la mano, buscando palabras para poder entenderse con la gente y así, poco a poco, fue acostumbrándose a la forma de hablar canaria. Recuerdo también de mi madre que se relacionaba mayormente con la mujer del cónsul de Suiza, Henri Arnold, entre ellas había una relación bastante estrecha. Ella era canaria y solía venir mucho a casa, se reunían en la glorieta del jardín –lo que ahora llaman marquesina- a jugar a la baraja, aún conservo el estuche donde guardaba mi madre las cartas.



Quico:

Ella tenía la nostalgia de Suiza, y yo, cuando estaba en Suiza, tenía nostalgia de Canarias. Una nostalgia del carajo. Yo estaba haciendo el aprendizaje allí y… yo hasta quería matarme. Acostumbrado a esto, la gente allá son más fríos que… Sin embargo, cuando era pequeño, era al revés, yo tenía aquí una bandera de Suiza, cosas de chiquillaje… Recuerdo que aquí éramos realmente bandidos, mataperros, como decía nuestro padre.

Ricardo:

Nuestra forma de jugar entonces era echar “guirreas”, irnos a la playa a jugar a la pelota, a mariscar, a nadar… Claro, no había otra cosa… Recuerdo una anécdota, cuando –antes de marcharse mi hermano a Suiza- mi madre le preparó a Quico una lata de gofio aquí, porque siempre comíamos gofio -teníamos la cabra y leche con gofio y tal-, y se fue para Suiza con la lata de gofio. Dice que cuando vio los panes aquellos suizos y, claro, aquí estábamos acostumbrados al pan blanco que estaba racionado… Porque yo aún conservo la cartilla de racionamiento y los cupones del aceite, del arroz, del azúcar, el pan y el gofio había que ir a molerlo arriba a los molinos de Tamaraceite o a San Lorenzo. Y dice que cuando ve aquellos panes en Suiza… “Bah… tiró el gofio p’al carajo”. Y a hincharse a comer pan.

Puede decirse que, en la época de esplendor de La Cícer, mi padre fue el hombre más importante de esa central eléctrica por su deber de mantenerla día a día. Quiero recordar que hubo también otros técnicos que llegaron después de él y que trabajaron con mi padre, entre ellos, don Federico Osterwalder, un técnico que vino a La Cícer desde otra fábrica de Suiza. Mi padre, desde que llegó a Las Palmas en 1928, estuvo siempre ahí, trabajando con responsabilidad. En fin… Henri Hurter era un hombre de mucho genio y carácter, y ahora te voy a decir lo que comentaba la gente de él, dicen que lo más claro que se le entendía era: “coño, carajo, puñetas”. Pero, a la vez, era un hombre delicado, tierno con los niños… Hacía todos los años el árbol de Navidad y el belén, colocaba un cesto de frutas, chocolates, dulces… e invitaba a todos los niños que pasaban a que entraran en la casa. De hecho, se murió haciéndole el belén a nuestra hija Silvia, que fue la única nieta que conoció de nuestros hijos.

Teresa Iturriaga Osa

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