Tengo la parte posterior de las piernas doloridas y me han salido cardenales, pero no me importa en absoluto. Son solo las huellas físicas de mi bautismo en un bote de vela latina y pronto desaparecerán. Las otras huellas, las de la admiración y el entusiasmo, conmigo se quedan.
Jajajá, el sábado 10 de septiembre aprendí algunas cosas: a colgarme de un rejo de pulpo (¡siii!, como en la estampa más emblemática de este deporte), a saltar a la otra banda en las viradas sin que la palanca (la percha de madera que sujeta la vela) me rompieras la cabeza, y también que en un bote de vela latina no hay sitio para pasajeros contemplativos. Apenas lo hay para los tripulantes.
Lionel -un joven de 15 años- y Waiter -le calculo unos 30- hicieron de profesores -de lazarillos más bien- durante la hora mal contada que duró mi experiencia. Instrucciones claras y precisas; mucho mucho garbo para cuadrar la maniobra y algunos empujones cuando fue menester. Fuera, dentro, arriba, espalda fuera y el viene racha fueron algunas de los gritos que traté de asimilar.
Todo esto ocurrió en “la piscina”, como la llamó Waiter, en referencia a que mis paseos tuvieron lugar junto al muelle deportivo, con el mar en calma y el viento modoso. Me puedo imaginar la excitación de aquella orquesta tan bien conjuntada tocando su partitura en medio del oleaje, con el agua entrando a paladas en el casco encabritado.
Antes de entrar en faena me bautizaron. Es la tradición. Me hicieron sentar sobre los sacos del lastre con la espalda apoyada en el palo – sí, como los que van a recibir garrote- y, tras unas palabras ceremoniosas del patrón, me cayeron varios cubos de agua. Angelita de mar, me bautizó Onán.
