“En el mar no hay pasado, presente o futuro, sólo paz”. Jacques Cousteau

Calor, protégete del sol durante las horas centrales del día. Calima

La divina elegancia por Santiago Gil

Cada día me gusta más la gente que es capaz de convertir cualquier gesto cotidiano en una obra de arte. Todos caminamos por la calle, pero solo unos pocos logran que nos detengamos a observar sus pasos. Y no estoy refiriéndome al contoneo de unas piernas largas o a la expectación que suele generar una cara bonita. Hablo de esas personas que parece que irradian belleza por donde quiera que pisan. Da lo mismo la edad que tengan. Incluso cuanto más longevas más logran que nos asombremos por sus movimientos, su estilo y esa capacidad que poseen para brillar en medio de la gente. Una cara bonita es solo eso, lo mismo que unas piernas atractivas o que unas curvas voluptuosas. Al paso de unos minutos, y no digamos de unos años, no hay nada que resalte si no se tiene estilo y si no se posee esa clase que no dan ni el dinero ni los cirujanos plásticos.

He visto a personas con harapos brillar en medio de la Quinta Avenida o de los Campos Elíseos. No me pidan que les cuente por qué brillan. Solo basta que te tropieces con cualquiera de ellos para que lo entiendas. Tienen un fulgor especial en la mirada porque los ojos guardan todo lo que merece la pena. Incluso los malos tiempos, si se ha sabido lidiar con ellos, contribuyen a que esa pátina se vuelva un reflejo todavía más intenso. Todo superviviente es siempre un héroe y no hay majestuosidad más grandiosa que la de aquellos que caminan serenos porque saben que han vivido y que han tenido la suerte de disfrutar cada uno de sus momentos. Lo de menos es perder o ganar. Los verbos suelen ser tramposos y no conjugan algunos tiempos ni algunas contingencias que no tienen nada que ver con los pronombres personales. El otro día vi cómo una señora mayor cenaba en uno de esos restaurantes en los que pagas un par de euros y puedes comer hasta el hartazgo. Casi nunca encontrarás manjares ni platos sofisticados, y la pensión de esa señora seguro que no le daba para más lujos. Estaba sentada en una terraza y saboreaba cada uno de aquellos rebozados grasientos o las verduras medio podridas que camuflaban con salsas de colores extraños. Iba vestida elegantemente con unas ropas descoloridas de tanto lavarlas y jamás se borraba la sonrisa de su cara. Yo la observaba de lejos, aunque a esas personas les da igual que las estén mirando porque siempre conservan ese porte elegante que dan los viajes, la educación, la cultura y las experiencias vitales. Ella comía como si estuviera en el restaurante más afamado de Montecarlo. La veo pasear siempre por la Avenida de Las Canteras. Lo poco que tiene lo reparte con cuatro gatos que viven cerca de su casa. Si te tropiezas con ella te saluda educadamente antes de seguir mirando hacia el mar o hacia el cielo como si acabara de descubrirlos hace solo un momento. Es imposible que no la sigas con la mirada cuando pasa a tu lado.

Santiago Gil.

 

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