Vivir en una ciudad turística te ayuda a recordar que cada día es una aventura en la que no sabes qué te vas a encontrar cuando salgas a la calle. Cuando paseas por Vegueta, Triana o la playa de Las Canteras te tropiezas con cientos de turistas que caminan relajados o que fotografían una fachada o un escaparate por el que solemos pasar de largo los que recorremos habitualmente esos lugares. Casi siempre acabamos conociendo más las ciudades que visitamos que las que habitamos, al igual que a veces conocemos más a los otros que a nosotros mismos, o por lo menos estamos más pendientes de las reacciones de esos otros que de los avisos que nos hace nuestro propio cuerpo o de esas intuiciones que vamos dejando morir en el intento.
Todos esos extranjeros que caminan relajados por donde nosotros solemos pasar a toda prisa nos ayudan a relativizar nuestro entorno y hasta ese ego que si nos descuidamos nos termina maniatando. De vez cuando paro mis pasos acelerados y trato de mantener sus ritmos y sus miradas. Cuando lo hago, siento como si saliera de vacaciones o redescubriera la misma ciudad de la que a veces reniego en medio del estrés o de la vorágine diaria. Ayer, por ejemplo, me acerqué a Las Canteras a última hora de la tarde. Salía de la playa y me disponía a quitarme la arena de los pies en el chorro que está junto al Muro Marrero. Llegué al mismo tiempo que una pareja de extranjeros de unos setenta años. Les invité, por respeto, a que se lavaran primero; pero lo que encontré fueron dos sonrisas tranquilizadoras junto a unos ojos en los que se reflejaba la armonía del océano cercano. Fue ella quien me dijo que pasara yo primero. Sus palabras más o menos exactas en un inglés claramente entendible fueron que tenían todo el tiempo del mundo. No era una frase hecha. Ese tiempo se hacía presente en cada uno de sus gestos y hasta en su manera de andar por la arena de la playa. Me contagiaron esa tranquilidad que vamos olvidando con el trajín diario y me recordaron que la felicidad tiene que ver mucho con la actitud con la que nos asomemos al mundo cada mañana. Si logramos ser turistas donde quiera que nos encontremos, difícilmente dejaremos que los días acaben naufragando en la monotonía. Tampoco pasaremos de largo por ninguna parte. Cada paso que damos nos adentra un poco más en esa ciudad desconocida que es nuestra propia existencia diaria.
Texto: Santiago Gil.
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