Foto: Don Rafael O’ Shanahan con su familia frente al Gabinete Literario.
Hizo mucho calor el verano de 1955. El sol arrasaba el escaso verdor que quedaba en la isla de Gran Canaria, después del paso apocalíptico de la plaga de langosta africana más terrible que se recordaba. El invierno anterior había sido generoso en agua, corrieron los barrancos y la tierra se anegó, y ello dio lugar a que los cultivos de tomateros fueran más frondosos que nunca. Que los temporales se llevaran la mayoría de los puentes y que cortaran las pistas de tierra que cruzaban los cauces era un mal menor, comparado con el enorme beneficio del agua. La presa de Las Niñas, la de Los Cercados de Araña y las del barranco de La Aldea rebosaron hasta llegar el agua clara al mar. Los cultivos se volvieron locos, y aquel año se añadieron a las de tomates plantaciones de pimientos que frondoseaban por las laderas cercanas al mar de Patalavaca.
Rubén Ayala y Leonor se dedicaron aquel año a alternar una parte de pimientos y otra de tomates, pero en la primavera se metió un caluroso y reseco tiempo de levante que trajo de África una legión de langostas.
-¡Las cigarras están desembarcando por la playa! -alertaron los aparceros a toda la comunidad, que en comitiva se dirigió a la costa para intentar detener la invasión.
Las voraces cigarras africanas llegaban por mar, en bolas enormes formadas por miles de insectos. Las de fuera se apelmazaban y formaban dentro un habitáculo seco en el que sobrevivían las suficientes como para limpiar de verde toda la isla. Las bolas llegaban a la arena como cosas inertes; las cigarras de la parte exterior eran una masa pastosa, muerta, que se sacrificaba en beneficio de la supervivencia de la especie. Una vez en tierra, las bolas se abrían y salían volando nubes de langostas que a veces oscurecían el sol. Los hombres las recibían con gasolina, intentado quemar las bolas antes de que se abrieran, y ello daba lugar a un pestilente olor a carne quemada.
Pero eran demasiadas las playas de la isla para poder controlar tan voraz invasión. Morían muchas en la llegada, pero las que se salvaban emprendían su vuelo destructivo sobre los cultivos. Intervino La Marina, pero la especie tenía muy desarrollado el instinto de supervivencia, y en los días siguientes las bolas se abrían a varias millas de la costa, como si las cigarras supieran que en las playas las esperaban con fuego.
Para la chiquillería, aquello fue una fiesta. No sabían que después de aquel ruido de panderos y cacharros que intentaban ahuyentar la plaga de los tomateros vendría el hambre. Al final, los cosecheros usaron avionetas que fumigaban los cultivos con DDT. Poco a poco, la plaga fue desapareciendo, en parte por los efectos del veneno y en buena medida porque ya no quedaba una brizna de verdor que llevarse a la boca. Los cultivos, ayer frondosos y esperanzados, eran escuálidos encañados que no daban fe de que días antes se anunciaba la cosecha del siglo. En el fondo de los surcos, millones de cigarras se pudrían al sol, con el cuerpo lleno de veneno. Las aves carroñeras bajaron de las cumbres y se alimentaron con aquellos cuerpos envenenados. Halcones, milanos y aguilillas fueron diezmados por el DDT que iba destinado a la langosta. Algunas especies de aves, que durante siglos habían surcado el cielo de la isla, desaparecieron entre el hedor de las langostas y el veneno de sus entrañas.
Los meses que siguieron fueron terribles. La miseria se adueñó de los aparceros, que intentaban a duras penas sacar adelante pequeños cultivos de tomate tardío, pimientos morrones y judías de cuerno. A menudo saciaban su hambre con la solidaridad de los pescadores, que les dejaban los lebranchos y los tapaculos en pago de la ayuda en el chinchorro.
Bruno Ayala iba a la escuela de Arguineguín, y lograba llevar a la cuartería un poco de queso plato y leche en polvo del que le daban en la escuela. Míster Marshall fue el gozoso causante de que algunas noches Rubén, Leonor y Bruno comieran una vez al día. Las condiciones higiénicas de las cuarterías eran terribles. En una choza de madera estaban todos los servicios de la casa, desde el dormitorio a la cocina, y para toda la familia. Bruno Ayala, entonces un niño de apenas cuatro años empezó a sentirse mal. La fiebre le subió hasta llenar el termómetro y Rubén y Leonor ya no sabían qué hacer. Fueron caminando hasta Arguineguín en busca de una solución.
Desesperado, Rubén suplicó al capataz de los cultivos que lo llevara hasta donde hubiera un médico. El capataz se quiso echar atrás bajo la disculpa de que la fiebre del niño sería pasajera y que se le pasaría con un calmante. Rubén sabía que no era así, que algo grave le pasaba a su hijo. Insistió tanto que el capataz se vio obligado a coger el Ford 8 de la finca y encaminarse hacia lugares más civilizados. Era día de fiesta, y no encontraron médico en todo el sur de la isla. Pasaron por Sardina, Agüimes, Ingenio y Telde. Todo en vano. No había un médico disponible. Cuando llegaron a Las Palmas era más de mediodía. Buscaron por todas partes pero fue imposible dar con un médico que atendiera urgentemente a un niño que se deshacía en fiebre.
-El único médico que yo conozco es Don Rafael O’Shanahan, pero es para los locos, no para los niños -le dijo a Rubén el dueño de un bar de Alcaravaneras donde había ido a pedir agua para el niño.
Rubén había oído hablar de Don Rafael O’Shanahan. Se decía que era el primer médico que curaba a los enfermos mentales con técnicas diferentes, que no se limitaba al electro-shock que embobaban a los enfermos agresivos. En realidad, Don Rafael era el primer psiquiatra moderno de Canarias, un hombre que sabía que la línea entre un loco y un cuerdo es muy tenue y que, además, hay muchas enfermedades mentales que poco tienen que ver con la locura de atar. Era un científico y un humanista, condiciones indispensables para todo psiquiatra que se precie.
El coche del capataz llegó a la zona de Las Canteras, donde vivía Don Rafael O’Shanahan. Rubén llamó a puerta.
-Don Rafael está durmiendo la siesta -le dijeron.
-Despiértelo, por favor -suplicó Rubén.
Las voces debieron despertar al médico, y Rubén vio en el umbral a un hombre apacible, que él asimiló a un dios porque era su última esperanza para salvar a su hijo.
Después de advertir a Rubén de que él no era médico de niños, Don Rafael hizo pasar a Leonor con el niño en brazos. Apenas lo vio, el médico mandó buscar hielo para refrescar la columna vertebral del pequeño, no fuera a complicarse el asunto con un ataque de meningitis.
-Yo no soy especialista, pero esto tiene toda la pinta de un tifus -dijo el médico-; hay que inyectarle estreptomicina.
La estreptomicina, recién descubierta por el Doctor Waskman, sólo se conseguía al estraperlo, en el cambullón y entre gente que tenía tratos con el tráfico portuario. Un frasco valía mil pesetas de la época, y se administraba en varias dosis porque un frasco entero curaba (o mataba) a un caballo.
Rubén volvió al coche y dejó a Leonor y al niño en casa del médico. Pidió al capataz las mil pesetas como anticipo, pero él se las negó porque sabía que la mala cosecha no iba a darle la oportunidad de cobrar a Rubén el adelanto.
Don Rafael debió oír la conversación desde la puerta. Silenciosamente, cogió la chaqueta, subió al coche con Rubén y el capataz y les indicó una dirección donde él sabía que encontraría el antibiótico.
En el puerto todos saludaron al médico con respeto. Rubén y él entraron en la trastienda de un bazar y el propio Don Rafael pagó de su bolsillo las mil pesetas de la estreptomicina. En seguida volvieron a su casa de Las Canteras y él mismo administró al niño la primera dosis. Le hizo reposar hasta el atardecer, y cuando la fiebre empezó a ceder dejó que Rubén y Leonor se lo llevaran, después de indicarles el modo de terminar el tratamiento.
El niño mejoró, y unos meses después, cuando Rubén pudo reunir las mil pesetas, se presentó en casa de Don Rafael O’Shanahan a pagárselas.
-Se me partirían las manos si las cogiera -dijo Don Rafael-, vaya usted con Dios y gásteselas en carne, huevos y leche porque el pequeño debe estar muy débil.
Las fiebres tifoideas pusieron a Bruno Ayala en peligro de muerte, pero la ciencia y la generosidad de Don Rafael O’Shanahan le devolvieron la vida. Y eso Bruno nunca lo olvidará.
Emilio González Déniz y está incluida en su libro “Crónicas del Salitre”.
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Comentario
Marcos:
Preciosa historia que he descubierto por azar.