Un paseo por la orilla de la marea, en la playa de Las Canteras, con margullos en los recuerdos

Foto portada. La playa hacia Punta Brava. Colección Familia Cavanis.

El otro día me di un paseo por la orilla de la Playa de las Canteras, desde la zona de la Peña la Vieja, con destino a los Muellitos, al Auditorio, a la Factoría de Lloret y Llinares o a la Cicer, como ustedes prefieran. Bien, todo normal. La marea estaba vaciando y el agua estaba tranquilita y transparente. ¡Que hermosa Playa tenemos!. El soleado día, un sábado, había atraído a un montón de gente a disfrutar de ella. Dejé a mi izquierda donde una vez hubo un torreón de la luz y tomé rumbo al oeste. De vez en cuando miraba para el paseo y recordé la elegante construcción del antiguo Italcable, donde hoy está ubicado el edificio que lleva su nombre. Cuando llegué a Punta Brava, ¿saben por donde les digo?, si hombre, si, por allí por donde comenzamos a ver el Auditorio y a los surfistas sebando olas.

 

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Foto. Edificio Italcable. Colección Familia Cavanis.

Sigo. Caminaba yo distraído, con los rollos mentales propios del que camina solo. Me suelen decir que si no me aburro solo. Yo tengo una máxima: el que se aburre solo es que tiene por compañía a un totorota. Bueno, a lo que íbamos, al vislumbrar las negras arenas de la zona fue como si me dieran un golpe en la frente con la palma de la mano, y me paré en seco. De remplón me vinieron viejos recuerdos que parecían escondidos y prestos para asaltar a los viejos playeros. Tal y como los “vi” trataré de escribirlos. No tienen cronología. Son solo unos apuntes y ustedes, si me quieren hacer el favor, los ponen por orden. Gracias.

Justo a mis pies sobresalían de la arena lo que los playeros conocíamos como ”Los tubos”. Junto con la visión de la oscura arena fueron estos cilindros semienterrados, hechos de hormigón o algo así, los que pusieron en marcha la superocho de los recuerdos. En la actualidad, estos cilindros con sus pequeñas plataformas que le servían de anclaje, se ven perfectamente a marea vacía y se puede seguir el recorrido que hacen al adentrarse en el mar, hasta llegar cerca de la Barra. Allí se succionaba el agua y era llevada hasta la Cicer, donde después de un determinado proceso, era devuelta al mar. Quien vivió esa época, recordará que a la salida del agua a la playa, había una pequeña poceta donde se vertía la que era expulsada de la Planta Eléctrica, calentita, que volvía a sus orígenes haciendo surcos en la arena. A veces, estas pequeñas escorrentías, hacían aflorar una arena arcillosa a la que llamábamos caracolillo. Todo esto que estaba recordando, se me mezclaba con la visión del gentío que ahora ocupaba la playa. Con la bulla que armaban no me dejaban discurrir, así que, de un brochazo mental, como quien cambia de canal en la tele, borré todo lo que tenía delante y traspuse la barrera del tiempo. “Veo” a los artesanos que confeccionaban las sogas, con aquellos artilugios que, al darle a la manivela, producían unos chirridos como los graznidos de las gaviotas…vi una jarca de chiquillos jugando al fútbol- a lo mejor estaba yo allí-…oigo el inconfundible pito de la Cicer…hubo un momento en que me agaché instintivamente, pues me vi en medio de una guirrea, contra los de Guanarteme Alto, y me pareció ver un callao, manodirigido, enfilado hacia mi frente…vi al Barranco de la Ballena, sin entullir todavía, que después de una buena lluvia, de las de antes, traía el agua barrienta, pero sin porquerías, que se adentraba en el mar formando una gran mancha canela…me veo en medio de los grandes callaos, allí por debajo de las Factorías, cogiendo burgaos para meterlos en botellas con vinagre. ¡ Que buen enyesque!, decía mi padre. Después de hervidos, había que sacarlos de la concha con un alfiler. Muchas veces se nos pegaba al paladar el pequeño aro transparente que los cubría. Sin embargo no recuerdo haber nadado mucho por esta playa. Era la zona misterioso y solitaria de la Playa de la Cicer; “ que era muy peligrosa y había mucha corriente con grandes olas de caracol”, se decía. ¡ Jo!, mírala hoy. Se bañan hasta los chiquillos chicos y personas de cierta edad. Hay que ver lo que cambian las cosas. De repente se me corta la proyección y me veo donde realmente estoy. El cambio de canal es brutal, pues aquellas idílicas y silvestres visiones se ven sustituidas por un montón de personas, por cientos de multicolores sombrillas y toallas, gente y más gente de ida y vuelta, del embarullado sonido de gritos…me planteo una especie de juego. Voy a ver a cuantos conozco de entre la multitud de paseantes. Inútil intento. Después de un rato y no conocer a nadie, me doy por vencido. Soy de otra época…¡ Un momento!, alguien me saluda, ¡ Hombre, aunque sea uno!. Se me acerca y… ¿lo digo?, el cristiano aquel, más o menos de mi quinta, estaba equivocado. Se disculpa y va y me dice: perdone usted, lo confundí con un amigo. Casi lo agarro por un brazo para decirle, no importa hombre, hablemos de la Playa, pero no, no procedía. Di media vuelta y volví sobre mis pasos para contárselo a unas viejas amigas, que aunque no hablan mucho son unas excelentes escuchantes: la Peña la Vieja, la Peña del Descanso, la del Peligro, la del Camello, la del Balcón, de la Palangana, de la Galleta, del Piano, de la Bandera…por allí me dieron las tantas, pero me marché más desahogado.

 

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Foto. La Cicer. Colección FEDAC

Así fue y así lo he contado. Hasta la próxima.

Vicente García Rodríguez.

Octubre de 2.008

 

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