“Cuando dos caminos se separan… toma aquel que se dirija a la playa”. Hannah McKinnon

Viernes: con la brisa del norte llegan las nubes

La playa matriuska

Las Canteras son muchas playas dentro de la misma playa. Podríamos decir que cada roca y cada grano de arena forman una orilla diferente. Y que cada ola le da un sonido distinto según desde donde escuchemos. Las Canteras es como una matriuska que no acaba nunca de reinventarse y de sorprendernos. Es nuestra playa patria, nuestra referencia cuando nos alejamos de las costas que nos vieron crecer, el color de la mirada que buscamos en todas partes y el olor de las sebas que jamás nos desorienta.

Cada ola que miramos en la infancia es una lección de metafísica que supera cualquier clase de filosofía, lo mismo que cada castillo que vemos caer cuando sube la marea y todos nuestros esfuerzos resultan baldíos ante las leyes de la naturaleza. Aprendemos pronto a entender el mundo en nuestra playa matriuska. Y da lo mismo que parezca que no nos enteramos de nada. Todo queda, como decía el poeta, y cuando llegan los malos tiempos afloran las mareas que miramos desde niños, todas esas enseñanzas de ida y vuelta, contingentes y azarosas, inevitables, que nos regalaba el océano desde que lo escuchábamos en el útero materno.

Podría ponerme macaronésico y empezar a contar con mil metáforas grandilocuentes lo que hemos ido aprendiendo de la playa, pero si somos leales a esas enseñanzas lo primero que tenemos que hacer es refrenar las grandilocuencias y quedarnos con lo esencial, con toda esa sencillez igualitaria y maravillosa que nos regala cada día la playa cuando estamos desnudos al sol, cada cual mojando su pellejo en la brisa, reconociendo sus sombras por la orilla y embridando por una vez a la vida.

Delante del mar jamás se pierde el tiempo. Y cuando nos adentramos en el agua nos estamos adentrando en todas las partes del mundo, en cada una de las orillas que tocan las mareas a lo largo de todo el planeta. Por eso en el mar nos volvemos tan universales y tan sabios. Y tan escépticos. Nos relaja cada paso que damos en la arena porque por una vez pisamos el mundo con todas sus consecuencias.

Los que nos criamos mirando las olas desde niños somos tan oceánicos como los pulpos o los hipocampos. Y lejos del mar nos volvemos mustios y malhumorados, continentales que no nos soportamos ni a nosotros mismos. Y da igual el mar en que acabemos fijando la mirada, aunque puestos a elegir nos quedamos con cualquiera de las matriuskas que circundan nuestra isla. Siempre queremos regresar a las mismas olas que nos enseñaron las claves de la vida. No sabemos cómo explicarlas o cómo pasarlas a un papel, pero mirándolas nos entendemos mutuamente. Hay una magia que se escapa de lo prosaico y de lo real. Las olas no golpean la orilla por capricho. Lo hacen sólo para avisarnos y para que nos mantengamos vivos. Por eso no hay que alejarse mucho de ellas: el extravío, como la muerte, llega con su silencio. Cualquier mañana de cualquier día del año te está aguardando la vida en nuestra matriuska. Sólo tienes que bajar a la orilla y caminar descalzo junto a ella.

Santiago Gil.

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