La escena se repite en las calles de Las Palmas de Gran Canaria: jóvenes que un día desafiaron el océano en una patera, jugándose la vida por el sueño de la prosperidad, hoy rebuscan entre la basura para sobrevivir, para tener algo.
Cuando pasas junto a ellos, te miran con cierta vergüenza, como si su situación les pesara. Sus ojos parecen decir: «No nos queda otro remedio»
Los muchachos africanos, supervivientes de una travesía que cada año se cobra cientos de vidas y ahoga incontables esperanzas, se sorprenden con lo que el llamado primer mundo arroja a la basura.
Antes del terrorífico viaje que comienza en las costas africanas, se sueña con un paraíso y riquezas que solo existen en los relatos de los pocos que lograron salir adelante o en las palabras de los traficantes de seres humanos, que venden el viaje con fantasías utópicas.
Lo que no se cuenta es que ese billete suele ser solo de ida: a la muerte o a un limbo donde abrirse camino con dignidad sigue siendo un desafío diario para la mayoría.
La imagen es tristísima: jóvenes que lo arriesgaron todo ahora escarban en los contenedores, buscando algo que les permita soñar un día más. El racismo, la indiferencia y las disputas políticas y burocráticas les cierran las puertas a un trabajo y a una vida digna.
Mientras tanto, la sociedad mira hacia otro lado. Algunos criminalizan su miseria; otros sienten compasión, pero no saben qué hacer. Y ellos, los invisibles, siguen ahí, en las sombras de esta ciudad donde la opulencia y el turismo masivo conviven con la desesperación de quienes no tienen nada.
Cruzar el océano no fue el final de su viaje. Fue solo el primer paso de otra lucha: la de no desintegrarse en un mundo que les ha fallado desde el momento en que vieron la luz en su tierra africana.
El cambio de denominación de la playa de Guanarteme a La Cícer no se debió a una decisión administrativa formal, sino que fue un proceso gradual, impulsado por la presencia de la central eléctrica y su influencia en la identidad local