A finales de la década de los sesenta y primeros años de los setenta, la playa de El Confital era un enorme barrio de infraviviendas. Cientos de familias intentaban sobrevivir en la pobreza más absoluta. Se estima que en aquella época el censo de habitantes de la barriada confitalera era de entre 2,500 y 3,000 personas, muchas de ellas de etnia gitana.
Entre tantas carencias, existía un oasis de esperanza: una escuela, con sus pupitres y maestros, que se reconvertía en iglesia, con sus bancos y curas, los domingos y otros días de celebración.
Nunca fueron todos al colegio, pero los que fueron aprendieron a leer y a escribir.
Aquellos niños, muy aficionados a jugar al fútbol sobre el jable y a corretear entre las chabolas, tuvieron la oportunidad de aprender a leer y a escribir gracias al buen hacer de los maestros que allí desarrollaron su vocación. Uno de aquellos profesores fue José Luis Calahorra.
La relación entre el maestro José Luis Calahorra y sus alumnos comenzó una mañana de 1970, el primer día de escuela, bajo la magia de las Aventuras de Robinson Crusoe. Y es que el joven maestro, recién llegado de Aragón, logró ‘engoar’ a los niños para que asistieran a la rudimentaria aula gracias a la narración de esta histórica novela de aventuras.
La escuelita de El Confital formaba parte de la campaña de alfabetización de la Dirección General de Educación para las clases sociales más desfavorecidas de la ciudad.
Cada mañana, los maestros esperaban la llegada de los niños y niñas de las numerosas familias instaladas en la playa confitalera. A pesar de la escasez de material escolar y de la precariedad de las instalaciones educativas, nunca se dejó de educar a los menores del poblado, todo gracias a la impagable labor de los maestros que allí ejercieron su profesión con devoción.
Nunca se completó todo el censo escolar, pero muchos chiquillos aprovecharon su oportunidad y aprendieron a leer y a garabatear sus primeras letras en los históricos cuadernos de dos líneas.
En muchas jornadas, los estudiantes de más edad no podían asistir al colegio porque tenían que cuidar de sus hermanos más pequeños mientras los progenitores salían a la ciudad a trabajar y buscar el sustento diario. Esta circunstancia fue un lastre añadido en la educación de los alumnos mayores.
Tras la sorpresa de conocer, gracias a un correo del maestro Calahorra, que existió una escuela en El Confital en aquellos años setenta del siglo pasado, consulté la hemeroteca de la prensa y allí descubrí un par de noticias que citaban a la escuelita-iglesia.
Una de las noticias comenta que, debido a un temporal de mar y lluvias intensas, algunas familias (más de 20 personas, entre adultos y niños) tuvieron que abandonar en plena noche sus chabolas y refugiarse en el colegio, que estaba mejor construido que las frágiles chabolas y situado más lejos de la orilla del mar.
En otro reportaje periodístico mencionan a doña Damiana, una de las grandes mecenas que tuvo la escuela y El Confital en aquellos años.
Ella y otras personas de la ciudad lucharon para que la población de El Confital tuviera cubiertas las necesidades más básicas, además de intentar abrir una guardería infantil donde pudieran atender a los niños más pequeños mientras los padres y madres iban a trabajar.
El maestro Calahorra consiguió que los niños de su escuela tuvieran leche cada mañana para desayunar. Nos cuenta que una mañana descubrió que le habían robado toda la leche en polvo guardada en el almacén; fue una gran decepción, nos dice el educador.
En aquellos años era evidente que El Confital era una propiedad privada, ya que había que pagar un ticket para acceder al espacio confitalero y, además, los dueños de los terrenos intentaban evitar que se asentaran más personas sobre el jable.
Las nuevas familias que buscaban instalarse en el barrio chabolista entraban de noche y por mar. Existía un trasiego de botes (con su precio…) para introducir a los recién llegados.
José Luis Calahorra enseñó durante dos años en El Confital hasta que fue destinado, junto con su mujer, también profesora, a las instalaciones de la Ciudad de San Juan de Dios en el barrio de El Lasso.
Años más tarde, el matrimonio dejó Las Palmas de Gran Canaria para establecerse en La Rioja, su tierra natal.
Tiempo después, la heroína llegó al poblado de El Confital, deteriorándolo aún más. La escuela cerró y quienes allí permanecieron lo pasaron realmente mal. La última infravivienda de El Confital fue derruida en el año 2004.
¿Qué habrá sido de aquellos niños que miraban a la cámara del profesor mientras aprendían a leer y a escribir, o posaban en formación en el equipo de fútbol sobre la árida tierra de El Confital? Espero que hayan tenido suerte en la vida.
Si alguno se reconoce en las fotos de este reportaje, me encantaría que compartiera su recuerdo de aquellos años en la barriada situada entre la bahía de El Confital y la montaña de su mismo nombre.
(En una de las fotos, se puede distinguir a otro de los maestros de la escuelita, Julio Ramón Vázquez, quien aparece con barba).
Fotos: José Luis Calahorra
Colaboración en el texto: Laura González
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Comentario
Ana Maria:
Muy interesante.