No veo atardecer en el océano desde el 13 de marzo. Ese día, ya con el runrún del Estado de Alarma y con el miedo de presentir -jamás, por lo menos por mi parte, de imaginar certeramente- lo que venía, me acerqué a La Cícer a ver morir el día escuchando el estruendo de las olas desde los Muellitos. Muchos estarán mirando ahora desde sus ventanas hacia ese horizonte. A mí me tocó el lado del amanecer, mirando hacia el este desde la lejanía de una azotea en la que, al fondo, se dibuja la raya lejana de un mar con barcos fondeados en la quietud de la bahía.
Cada cual tiene un trozo de cielo asignado en estos días que van sumándose entre la estupefacción y la incertidumbre ante el mundo que nos vamos a encontrar en los próximos meses. Quizá hemos aprendido a valorar por vez primera lo que no cuesta dinero sino solo un esfuerzo de nuestra mirada: mirar el mar, sentarnos en un banco de una plaza a ver pasar a la gente o pasear disfrutando de la libertad de cada uno de nuestros pasos. La libertad puede que sea la posibilidad que tiene uno de elegir a cada momento el punto cardinal en el que desea habitar durante un rato, amanecer hacia oriente y atardecer al poniente, si es posible cerca del mar, como cuando fuimos tantas tardes sin saber que algún día íbamos a terminar valorando tanto ese milagro diario.
Santiago Gil[mp_block_8 section_title=”Otros posts destacados ” post_tag_slug=”Portada, Titulares” post_sort=”rand”]
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