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Caballeros del Parque Santa Catalina

Días antes de que te marchases para siempre, volví a atravesar las puertas de la vieja tabaquería, hace años reconvertida en una sala de máquinas de esas que venden sueños disfrazados de luces multicolores. No reconocí el laberinto de gavetas, ni las grandes estanterías rebosantes de cajetillas de cigarrillos de nombre exótico, puros palmeros y picadura de tabaco con aroma a coñac. Tampoco el expositor de las cachimbas, ni las vitrinas con perfumería varia; los mostradores con pistolas de juguete y habanos Peñamil, Montecristo, Condal y Partagás; ni siquiera el estanco de los sellos ni, menos aún, el misterioso y oscuro altillo de crujiente suelo de carcomida madera, santuario de cajas de maquetas y soldados de plástico, que yo visitaba reverente con temor a encontrarme alguna chopa de las volonas. Quizá la chica encargada de las tragaperras me mirase algo extrañada de mi breve deambular sin sentido entre la puerta de General Vives y la triple salida al

mismo corazón del lugar que fue parte de tus entrañas: ¿cómo explicarle los cincuenta años que pasaste tras aquellas paredes, testigo y partícipe de los días de gloria del Puerto de La Luz y del Parque Santa Catalina, cuando fueron puerta viva de entrada a la Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria?

Todos los que llegaron a conocerte siempre te han definido de la única manera posible: como un caballero «de los de antes». Sólo once años, y abuela Susana, que vivía en el antiguo portón sepultado muchos años después por el fracasado Cine Universal, te colocó en la tabaquería de Don Antonio y ya no conociste otro trabajo que no fuera colocar mercancías y etiquetarlas con tu pulcritud de delineante, revisar albaranes y cuentas, barrer y fregar los suelos, y, sobre todo, atender a los clientes, autóctonos y foráneos, que entraban en aquel próspero estanco en busca de algún tabaco en peligro de extinción, o de consejo para algún regalo comprometido. Y ahí se obraba la magia: era raro el cliente que no volvía a ti, seducido por tu caballerosidad, por tus siempre sinceros consejos, por tu conocimiento del arte del fumar; sobre todo, por el trato exquisito y la educación que fueron tu identidad, y que sólo se da en la gente verdaderamente humilde y trabajadora. Baste como ejemplo aquel muchacho senegalés, postrado en silla de ruedas, que, sin saber apenas español, te llamaba «papá» en agradecimiento por todas las veces que le ayudaste a franquear las cartas que mandaba a su familia. Pocas veces te permitiste alguna mataperrería en tu arte y oficio, pero recuerdo aquella vez que quisiste darle por los besos a un «experto» en tabacos que sentenciaba que los habanos Davidoff eran los mejores del mundo, inconfundibles, insustituibles. No se te cayeron los anillos cuando cambiaste la vitola de un buen puro palmero por una del príncipe de los tabacos, y media sonrisa te cruzó la cara cuando el individuo declaró que aquel Davidoff, regalo tuyo, fue el mejor puro que había fumado en su vida.

En esa lucha diaria, en ese bregar de nueve a dos, y de cuatro a ocho, horas extras de balde en días complicados, se te fue medio siglo de vida, sin más vacaciones que domingos y fiestas de guardar. Y allí recalé yo, pollito aún, viéndote partirte el lomo levantando y volviendo a bajar aquellas rugientes rejas de hierro. Recuerdo veranos de baños contigo en Las Canteras en el descanso de dos a cuatro; comernos una hamburguesa Lasari en el Rachi, un plato de calamares en la Peña La Vieja, o un rehogado de judías en el Bar Lanzarote, compartiendo mesa con la rueda de presentes como en tiempos remotos de posada y fonda; recuerdo coleccionar fascículos de Inglés Junior, la Enciclopedia de la Aviación, y cuentos de Mortadelo y Filemón por cinco duros en los carrillos del Parque, los mismos cinco duros que me abrieron el fascinante mundo de los primeros videojuegos en la «bolera» de Padrón en los pasillos del Hotel Tigaday o en la calle Ripoche, y que más tarde me llevaron de la mano hacia la que hoy es mi profesión; tus regañinas a Lolita para que sacara sus gatos del local y fuese más educada con los guiris; llevarle recados a tu buen amigo Manolo, el de la Tabaquería Márquez; almorzar los domingos con mamá en El Rayo, El Refugio o Juan Pérez, y acabar la tarde los tres jugando a los bolos en los bajos de Veintinueve de Abril; darles la lata con mis inventos a Maribel y a Rafa, del Bazar Martel; paliquear con el bueno de Sahra, menos el rato que se encerraba en su carrillo de los bolsos para dedicarse a sus rezos de las cinco, para luego tirarme monedas que a mí me parecían salidas de la nada, versión magrebí del Ratoncito Pérez; merendar la exquisita tarta de queso de la Dulcería Alemana, sabor que no he vuelto a paladear ni en los mejores konditorei de Austria. Fue contigo que aprendí el arte de montar maquetas de aviones, de barcos, galeones sobre todo, con sus intrincados cabos y jarcias: Matchbox, Revell, Airfix… un tercer premio que gané gracias a aquella maravillosa maqueta del Golden Hind, del corsario Drake, con sus arabescos pintados por mi torpe mano casi infantil. Y sí, lo confieso, con los diminutos marinos trabajados por tu pulso firme; en suma, tantos y tantos recuerdos de aquel Parque que fue, y tú que fuiste con él.

Fue un sábado, que mis ojos de adolescente no olvidarán, cuando, al final de la jornada, aparecieron los herederos en rebumbio, mandando cerrar y hacer inventario, y tú supiste, certeza amarga, que el lunes no volverías a levantar las rejas; que aquél que poco tiempo después se llenaría la boca de palabras en defensa de Gran Canaria, no movería un dedo para darte un retiro digno, a ti, canario que entregaste media vida tirando de su carro. Encajaste el golpe terrible como lo que siempre fuiste, como un caballero. Sólo mamá supo de las noches que lloraste como un niño: a los sesenta años en el paro, demasiado viejo para buscar empleo, demasiado joven para jubilarte y, lo peor, sintiéndote como un miembro amputado del cuerpo, ya en lenta agonía, que una vez fue el Catalina Park de Don Orlando Hernández. Unos muchachos de La Isleta, que elaboraban puros en la calle Faro, con mejor corazón que otros más viejos, te encargaron que les buscases clientes y les ayudases a repartir su producto. Y allá fuiste tú, armado con tu experiencia tabaquera, pateando las calles del Puerto y Las Palmas con tus piernas varicosas y cansadas de tantos años de mostrador y almacén, en busca de conocidos y amigos del ramo.

Y así, mal que bien, lograste llegar a la pensión, mísera, que apenas te daba para comer y pagar los gastos comunes de casa.

La vida no te trató demasiado bien en adelante, aunque fuiste todo lo feliz que se podía ser en esas circunstancias: tus largos paseos con mamá; nosotros, tus hijos, que conseguimos salir adelante y vivir nuestras vidas con independencia; tu hija Maite, y tu yerno, más que un hijo para ti, Ismael, que te dieron dos nietos maravillosos, Yasmina e Ismael, y que te amaron y cuidaron hasta tu último aliento. Triste fue el día que perdiste a tu hija Carmencita: ella y Carlos no tuvieron descendencia, pero se quisieron tanto y tan profundamente que cuando ella se nos fue, él no tardó en marchar tras los amados pasos. No blasfemo si digo que acabaste tus días con más llagas en el cuerpo que Cristo, pero, aún así, la vida quiso brindarte un último guiño y llegaste a conocer de Loli, tu otra hija del corazón, a tu tercera nietita, Mararía, para que disfrutaras de sus primeras risas y mimos.

Y ya ves, aquel día volví a atravesar las puertas de la vieja tabaquería, y descubrí que sólo pude reconocer el pequeño escaparate enrejado en el que componías con cariño, unas veces tus puros, otras tus cachimbas, y otras tus maquetas y juguetes. Entonces caí en la cuenta: no me da la gana de que tu nombre caiga tan pronto en el olvido. Ni el tuyo, ni el de todos los demás: las «niñas» de la tabaquería (Pepita, Fela, Laly, las dos Lolis), Pepe el limpiabotas, Roque el palmero, Manolo el de Márquez, Sahra, Fabelo, Fermín, Maribel y Rafa de Martel, el «Papis», Juan Padrón, y tantos hombres y mujeres, propios y extraños, que trabajaron y lucharon para que el Parque fuese la mejor carta de presentación de la Ciudad. Y si Lolita Pluma mereció que allí le erigieran una estatua, ¿qué no merecerán todos ellos, damas y caballeros del Parque Santa Catalina?

Descanse en paz Don Antonio López Casanova, buen obrero, mejor padre y esposo, hombre cabal, y caballero canario de los de antes.

Antonio Marcos López Alonso

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