“Necesito el mar porque me enseña.”. Pablo Neruda

Viernes: aviso naranja por costeros (oleaje) y aviso amarillo por viento.

El clavo y el membrillo

A los chiquillos que nos criamos en la playa de Las Canteras nadie nos tenía que explicar que para sumarse al grupo de espontáneos amigos del verano eran fundamentales dos cosas: un clavo y un membrillo. Los clavos los comprábamos en una tienda de la misma playa a duro (0,030 euros como se dice ahora con esa repelente manía de poner las cifras en moneda única como si a alguien le interesaran las pesetas ya entrada la nueva calderilla europea) y los membrillos nos los traía nuestra madre del mercado o, en el mejor de los casos, un vecino que tenía finca en Teror.

Así que, pistosos, nos lanzábamos a la playa a dejarnos ver con una cosa y otra como diciéndole al resto de los chiquillos que allí estábamos para lo que hiciera falta, fuera partida de clavo o mordida de membrillo, que ambas cosas unían mucho a según qué edades.

Formada la pandilla, clavo y membrillo seguían acompañando a los chiquillos como signo de distinción. No era lo mismo ir a la playa con clavo y membrillo que sin ellos. A ver quién iba a querer a un chiquillo negro como un tizón a base de tres meses de playa día y tarde, descamisado, descalzo y con el bañador allá abajo si por lo menos no cogía olas y llevaba un clavo y un membrillo con el que tener tema de conversación.

Eso sí, había que hacerse un poco el tonto con el clavo y fallar. Tampoco era cuestión de empezar a jugar con una nueva amiga que venía, pongo por caso, de Escaleritas y que nunca había visto un clavo, y machacarla a base de zapateros (cinco puntos sin fallar) o chicos de dos veces (un punto). La chiquilla se aburría y se iba y claro, así no se establecían relaciones ni mucho menos.

Había que ser más humilde. Fallar en la cabeza (una de las mañas) para volver a los cuernos, donde si se fallaba se volvía a empezar y sonreir tontamente a la muchacha o lamentarse de forma exagerada hasta que el de la toalla de al lado nos mandara a callar. Sin embargo otros, llevados por su pasión ganadora, perdieron a la mujer de su vida por afanarse en gritar ¡punta, punta! y tirar de la punta del clavo para atrás hasta dejarlo de pie en la arena para seguir su carrera al zapatero.

En tal momento, era cuestión de pasar por delante del ludópata y su compañera con el membrillo y decir como el que no quiere la cosa: ¿alguien se baña? Entonces ella, como se aburría como un oso decía: yo. Y uno entraba con la chiquilla al agua, lanzando el membrillo como si fuera un jugador de béisbol para impresionar y luego decirle a ella: No te preocupes, yo lo cojo. Pegabas a nadar y volvías con el membrillo. De hecho lo tirabas sólo para echarte la farolada. Luego se lo pasabas a ella. Y así, a base de clavos y membrillos se hicieron muchas parejas en la playa. De ahí el éxito que haya tenido la concejalía del distrito IV en su taller de juego del clavo y su anunciado reparto de membrillos. Entre los más viejos ha resultado evocador recuperar las tradiciones y entre los más jóvenes curioso por todas aquellas anécdotas que les han contado.

Clavo de jugar en la arena, de perseguir jacas pelúas en las peñas, de machacar erizos en La Barra, y membrillo matahambre, de amistades y amores de verano, se entiende. Que para cosas más serias con un membrillo sólo no vale.

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