Suenala música y se gobierna el mundo solo, caen los imperios, se deshacen los ovillos de seda sin hervor de cicatrices… Al ritmo de un bolero, las heridas se cierran solas en un albedo que anestesia… Asciende una quilla desde las capitales del sueño.
Una gaviota centinela pasaba por el horizonte cuando me senté frente a la Playa de las Canteras, en la terraza debajo del apartamento de mi amigo Wolf. El sol traspasaba la copa de vino mientras mi mente voladora observaba y escribía jeroglíficos sobre la arena. Cerca de mi mesa, un señor mayor me miraba de reojo, quizá le recordara a un viejo amor. Su cabello de plata era como una nasa de sargos tristes que volvían al puerto sin impulso… Otros llenarían las despensas a cambio de su libertad.
Yo llevaba puesto el colgante que me había comprado en el Gran Bazaar de Estambul. Creía que la piedra de calcedonia azul, al contacto con la piel, tenía poderes sobrenaturales que podrían guiar mis pasos hacia la claridad. Olía a salitre, a almíbar estival. Entonces me vestía al estilo adlib con sandalias mallorquinas de esparto y un turbante de colores me ayudaba a diluir los problemas del día a día. Me encantaban los detalles étnicos, los bolsos de macramé, pulseras de piedras, botones de nácar, cinturones de cuero, pendientes de fantasía… Aquella tarde, llevaba una falda roja cartujana que me habían regalado por mi cumpleaños. La falda tenía vida propia desde que un corro de conchas y algas ribeteadas decidieron habitar en el encaje. Se me enganchaba al caminar y, al salir de casa, me había dado cuenta de que empezaban a armarse un lío. Por eso, fui acercándome disimuladamente a la barandilla del paseo para desenmarañar su vocerío. Uno, dos y tres. Toques de varita… Et voilà!Desorden arreglado.
Era la noche de San Juan, un gentío abarrotaba la arena, las familias buscaban un entorno donde colocar su tenderete para pasar la noche mágica y bañarse juntos entre guitarras y tertulias. Un ritual antiguo en pleno solsticio con el que sacar una larga red de bendiciones —fertilidad y prosperidad para todo el año— del vientre del mar. Las enormes palmeras de fuegos artificiales en la oscuridad solían ser un espectáculo a las doce en punto, un homenaje a los ciudadanos que celebraban con arraigo las Fiestas Fundacionales de Las Palmas de Gran Canaria. A partir de las ocho, no quedaba un hueco donde sentarse en la arena, un jolgorio de barbacoas que durarían hasta la madrugada. Marea llena. Niños, niñas, jóvenes, pandillas enteras ocupaban la orilla entrando y saliendo del agua. Imposible explicar la amistad, la complicidad y el reencuentro que se daba esa noche. La Playa del Arrecife formaba parte de nuestros genes del alma, esos elementos constitutivos de nuestra personalidad que ya eran nuestras pertenencias, afectos y letras inscritas en las manos y en el rostro. De repente, me quedé suspendida en el aire, rezando al cielo como una vez lo hice a orillas del Bósforo. Flotaba. Debían de ser los efectos del vino blanco, un peligro. Oí que alguien me llamaba y levanté la cabeza hacia los edificios. Era mi amigo. Me hizo un gesto para que subiera y así lo hice.
La casa de Wolf estaba llena de obras de arte, decorada con un gusto exquisito, había sido propietario de una tienda de antigüedades en el Barrio Gótico de Barcelona con su compañero José, y al mudarse, se lo trajeron todo a Canarias. Vivía rodeado de libros, discos, arte y belleza. Entrar en aquel espacio era como entrar en la Mezquita de Süleymaniye. Una plegaria encendida. Desde allí se oía lejano un rumor de aguas frente al Atlántico que se posaba sereno en La Peña la Vieja. Aprendía mucho con Wolf Hewer. Era muy culto dentro de su universo. Leía novelas y revistas científicas en inglés y alemán. Con un sencillo bañador y unas gafas de buceo, solía descender a la playa por la rampa de la calle Galileo y nadaba alrededor de La Peñavarias veces al día. Era pura naturaleza, como un arrecife, una cala de confites, una alfombra de seba. Huía de las teorías. Aquel hombre de porte elegante llamaba la atención. Su carrera de modelo por el mundo le llevó a conocer lugares paradisíacos en Indonesia, Sudamérica, Sudáfrica, pero, en los años setenta, cuando llegó a Gran Canaria, se enamoró perdidamente de Las Canteras. Había viajado con unas modelos americanas —a rodar un spot publicitario para la revista de moda francesa Marie Claire— y todas le animaron a comprarse una casa frente al mar. En su atalaya de ocaso vivía desconectado del ruido.
Al atardecer, sentados en la terraza, con la mirada perdida en el azul y dos copas de oporto, empezamos a charlar sobre sus memorias de juventud, cuando nos interrumpió el fuerte sonido de la megafonía. Desde la policía anunciaban que en sus dependencias municipales de la Plaza de Saulo Torón se encontraba un menor de aspecto chino con un bañador amarillo y, a los dos segundos, corrigieron la descripción detallando que más bien era japonés y, para rematarlo, ante la duda, dijeron que era oriental. Wolf y yo estallamos en risas, porque más que un aviso de socorro, parecía un chiste. Surrealista. La artrosis le cruzaba el cuerpo vencido, pero él seguía erguido pese a todo. Nunca perdía de vista el sentido del humor. Después de la anécdota, proseguimos con nuestra conversación. Mientras él hablaba, yo seguía con la mirada un tapiz en su salón. Siempre me gustó aquel lienzo con imágenes de elefantes ensortijados y tigres en la jungla. ¿Serían reales o fruto de la imaginación de las gentes? Quizá era una leyenda hindú con símbolos secretos que nuestra cultura no podía comprender.
—¿Lo compraste en alguno de tus viajes a la India?
—Sí, señora.
—Siempre he querido ir allí, por la fascinación que me produce su cultura ancestral. Pero, sobre todo, porque Gandhi dio su vida por la libertad y nos enseñó la fuerza de la no violencia. Me encantaría sumergirme un par de meses en un ashram.
—No te dejes seducir por las fantasías que te cuentan, amiga mía. Si yo te contara lo que me sucedió en Nueva Delhi…
—Cuéntame.
—Resulta que después del rodaje de un anuncio para Dunhill, regresé al hotel de lujo con todo el equipo de producción y, entonces, recordé que necesitaba un par de calcetines de ejecutivo. Bajé al hall y el portero me explicó que en la misma acera podía encontrar una zapatería con marcas occidentales. Productos muy caros que solo podían permitirse los turistas y las clases adineradas. Seguí sus indicaciones y entré en la tienda. Pero cuál sería mi sorpresa cuando, al salir, sentí un bulto en los pies. Alguien lo había lanzado al pasar. Abrí la tela que lo envolvía y era un bebé recién nacido.
—Qué barbaridad. Seguro que su madre no podía alimentarlo y prefirió dejarlo en manos de un hombre rico como tú. Una miseria.
—Nunca he podido quitarme esa imagen de la retina. Me perseguirá hasta que me muera. No pude hacerme cargo de él.
—Eres un baúl de sorpresas —murmuré—. Un maestro.
El silencio se hizo en la terraza. Con su torso desnudo, curtido por el sol, disfrutaba del paisaje, era como un cuadro viviente con las puertas abiertas al océano.
Todo aquello se fue, pero su lumbre no se olvida. Nunca les dije adiós a mis seres queridos muertos. A Wolf tampoco. No podía aceptar esa separación para siempre. El día que murió, la calcedonia azul me hizo comprender que el vacío avanzaba por la calle de las niñas pobres. El día que murió, su cuerpo de incienso unió las aguas del Mar Negro con el indomable Marmara. El día que murió, El Charcón gritó tan fuerte como un deseo de paz en reboso. El misterio del tiempo pendía de un hilo lunar, en el Muro Marrero la marea pasaba despacio y su colchón de burbujas se hundió en el jable para no desvelar nunca más sus secretos…
El proyecto impulsado por Ciudad de Mar y desarrollado por la concejalía de Planificación, Desarrollo Urbano y Vivienda, cuentan con un presupuesto de 203.875,70 euros