“Hay un espectáculo mayor que el mar… el cielo”. Victor Hugo

Cuento de verano “La gata Felisa”

La gata Felisa por Pino Lorenzo López

Tenía por costumbre perseguir moscas por toda la casa. Los olores de la cocina atraían a las moscas en verano, y Felisa disfrutaba cazándolas. 

A veces ni tan siquiera se las comía, jugaba a ver lo que las moscas aguantaban.

A los niños les gustaba aquel juego. Atrapaban insectos en el campo y los soltaban en la casa, para ver como la gata perseguía sin contemplación a sus víctimas.

La madre de Nuria les afeaba esta conducta y les decía que los insectos también eran animalitos de Dios. Pero los niños no le hacían caso, y seguían con sus conductas sádicas. El mayor de ellos, Héctor, le respondía con descaro que también los cerdos son animales de Dios y bien que nos los comemos. 

Algunas veces molestaban a Felisa haciéndole todo tipo de perrerías. Le lanzaban pequeñas bolsas de agua, le colocaban en el rabo un lazo de colores, o la metían en un armario y la encerraban. 

La madre de Nuria se enojaba con ellos, y para no castigarles, subía a su habitación, bajaba las persianas y se tendía en la cama, no fuese a darle un ataque de migraña de esos que frecuentemente padecía. 

Aquellos rituales se repetían todos los veranos. Se juntaban las familias de Nuria, Héctor y los dueños de Felisa, y sumaban más de veinte personas. 

La gata, después de tantos veranos, había ingeniado algunos trucos para que no la molestasen; se escapaba por las noches de la casa, y solo aparecía a la hora de la comida, momento en que los pequeños la estaban esperando. 

Este verano estaba llegando a su fin, y los niños comenzaban a hacer sus maletas de viaje, a guardar los juguetes que habían traído, a reparar las cosas que habían roto. Los padres también empaquetaban sus enseres y devolvían a los vecinos los utensilios prestados. Poco a poco la casa iba pareciendo un lugar mucho más tranquilo. 

Los dueños de Felisa la preparaban para el gran viaje a la ciudad, y recogían también sus cosas y juguetes. 

Ya en el coche irían relatando las anécdotas de aquel verano, cantando canciones infantiles que se intercalarían con alguna pequeña siesta. 

Al llegar a la casa Felisa iría a su escondite favorito. Sus dueños tardarían meses en verle nuevamente el hocico. 

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