Tenía por costumbre perseguir moscas por toda la casa. Los olores de la cocina atraían a las moscas en verano, y Felisa disfrutaba cazándolas.
A veces ni tan siquiera se las comía, jugaba a ver lo que las moscas aguantaban.
A los niños les gustaba aquel juego. Atrapaban insectos en el campo y los soltaban en la casa, para ver como la gata perseguía sin contemplación a sus víctimas.
La madre de Nuria les afeaba esta conducta y les decía que los insectos también eran animalitos de Dios. Pero los niños no le hacían caso, y seguían con sus conductas sádicas. El mayor de ellos, Héctor, le respondía con descaro que también los cerdos son animales de Dios y bien que nos los comemos.
Algunas veces molestaban a Felisa haciéndole todo tipo de perrerías. Le lanzaban pequeñas bolsas de agua, le colocaban en el rabo un lazo de colores, o la metían en un armario y la encerraban.
La madre de Nuria se enojaba con ellos, y para no castigarles, subía a su habitación, bajaba las persianas y se tendía en la cama, no fuese a darle un ataque de migraña de esos que frecuentemente padecía.
Aquellos rituales se repetían todos los veranos. Se juntaban las familias de Nuria, Héctor y los dueños de Felisa, y sumaban más de veinte personas.
La gata, después de tantos veranos, había ingeniado algunos trucos para que no la molestasen; se escapaba por las noches de la casa, y solo aparecía a la hora de la comida, momento en que los pequeños la estaban esperando.
Este verano estaba llegando a su fin, y los niños comenzaban a hacer sus maletas de viaje, a guardar los juguetes que habían traído, a reparar las cosas que habían roto. Los padres también empaquetaban sus enseres y devolvían a los vecinos los utensilios prestados. Poco a poco la casa iba pareciendo un lugar mucho más tranquilo.
Los dueños de Felisa la preparaban para el gran viaje a la ciudad, y recogían también sus cosas y juguetes.
Ya en el coche irían relatando las anécdotas de aquel verano, cantando canciones infantiles que se intercalarían con alguna pequeña siesta.
Al llegar a la casa Felisa iría a su escondite favorito. Sus dueños tardarían meses en verle nuevamente el hocico.
En la imagen de portada vemos, a la izquierda, la Peña del Piano (que ya no existe), y a la derecha, la zona alisada. Entre ambos puntos, aquellos jóvenes nadaban, como si fuera una piscina olímpica