La literatura puede ser un vehículo extraordinario para el conocimiento de un lugar, pero éste, en última instancia, será siempre indisociable de los materiales de que está hecha la literatura misma, de la vivencia, la memoria y la imaginación. Será, por tanto, un conocimiento indisciplinado. Ciertamente, la literatura puede mantener relaciones de fecundación mutua con otros saberes como la geografía o la historia, más disciplinados, pero, lo que la literatura diga de los lugares pertenecerá, en último término, al orden de lo enigmático. Piénsese, por ejemplo, en los sedimentos literarios dejados en el istmo de Guanarteme por autores tan disímiles como Richard F. Burton (1821-1890), Agustín Millares Torres (1826-1896) y Julio Verne (1828-1905). Ninguna interpretación, mucho menos la de un breve reportaje, los agota.
“Hacia mediodía el Seamew anclaba por fin en el puerto de La Luz, distante unos tres kilómetros de la ciudad. Era preciso hacer y volver a hacer en sentido inverso aquellos tres kilómetros, así que, apenas terminado el amarre, Thompson se había plantado en el muelle, donde se esforzaba para formar a sus pasajeros en columna a medida que iban desembarcando. (…) -¡Cómo!- murmuró, recorriendo con la mirada el largo camino polvoriento, huérfano de casas y sombra- ¿Vamos a recorrer eso a pie?”. En la novela de Julio Verne La Agencia Thompson y Cía., aparecida póstumamente en 1907, y en la que según parece intervino la mano poco diestra de su hijo Michel, el istmo es uno más de los obstáculos geográficos del relato: unos turistas estafados por unos facinerosos que les han vendido un crucero por Azores, Madeira y Canarias y que resultará ser todo menos confortable.
Este pasaje en Las Palmas, insulso como el resto la novela, carece de la fuerza mítica de los grandes libros vernianos, desde Veinte mil leguas de viaje submarino a La vuelta al mundo en ochenta días. No obstante, resuena en él, siquiera por su curiosidad voraz, el Verne lector de geógrafos como Eliseo Reclus y de historiadores como Viera y Clavijo –el narrador cita al arcediano en su biografía de Jean de Béthencourt-. Y, en cualquier caso brilla con otra luz si lo yuxtaponemos junto a otro fragmento extraído de Benartemi o El último de los canarios (1858), la novela de Agustín Millares Torres:
“En aquel momento, ambos se detuvieron: el capitán, enfrente de las señoras, el patrón, junto a la litera, situada casualmente en la línea que seguía. -¿Has encontrado ya a tu Moisés? –le preguntó su risueño amigo. –Sí; y espero que nos satisfaga a todos… es un guapo mozo… (…) A los pocos momentos estaban todos reunidos, rodeando, como era natural, al que iba a servirles de guía al través del inundado istmo, cuyas opuestas olas se entrechocaban ya”.
A diferencia de su coetáneo Verne, Millares Torres escribe de un espacio que ha experimentado -es nativo de Las Palmas, donde vivirá casi toda su vida-. Pero, a diferencia de la trama de la novela del francés, que transcurre aproximadamente en el presente de su autor, la suya se desarrolla en un tiempo anterior, el inmediatamente posterior a la Conquista, un tiempo que torna singularmente extraño su espacio. En el relato del también historiador, el istmo, entonces y hasta bien entrado el siglo XX una extensión arenosa que queda oculta cuando sube la marea, es un motivo para el enaltecimiento romántico de la naturaleza. Ello en correspondencia con la exaltación de la figura protagonista: Benartemi, el aborigen, el noble hombre salvaje que, como la naturaleza, debe someterse a la civilización por mor del progreso de la humanidad.
Como indica Maximiano Trapero (Las Palmas de Gran Canaria. Sobre los primeros nombres de una ciudad atlántica, 2006), hasta la primera mitad del siglo XIX –en que aparece en el Atlas de Coello– no se usa el término istmo para designar la porción de tierra que une La Isleta con el resto de la isla. Esto añade un plus de interés al capítulo octavo de To the Gold Coast for Gold (1883), el que lleva por título “Gran Canaria. Las Palmas, capital”, pues Richard F. Burton, como antes Agustín Millares Torres, lo emplea en este libro:
“En mi época se propuso excavar un canal para barcos a través del estrecho istmo de arena amontonada, que no contiene más que un chaparral de tamariscos. Durante los últimos veinte años, sin embargo, el istmo ha sido conectado con la península por medio de un magnífico piso, pavimentado de cemento y una excelente carretera. La arena de dicho istmo, arrastrada por los vientos hacia los acantilados que están detrás de la ciudad, data claramente de los días en que La Isleta fue una isla”.
A diferencia de Verne y de Millares Torres, Burton no construye una ficción. Anota sus impresiones de viaje con una obsesión febril por el detalle que ha de protegerle de la demencia.
Burton, que en estas páginas menciona también al autor de Benartemi o El último de los canarios –“Don Agustín Millares también publica La Historia de las islas Canarias, en tres volúmenes, cada uno entre 400 y 450 páginas”-, no es, como Millares, un nativo que tiene habitualmente el istmo en su campo de visión, ni, como Verne, un fabulador que nunca lo ha visto y lo recrea desde un arraigo lejano. Nacido británico, Richard F. Burton es un viajero poseído por una sed infinita de extranjería que observa el mundo con una intensidad descomunal. Los lugares de que está hecho el mundo. Ya sean El Harar somalí o La Meca, el Valle del Indo o el cordón arenoso que prolonga Las Palmas hacia La Isleta.
Condición extraterritorial de la literatura que recubre de imaginario los territorios, el istmo de Guanarteme no sería lo mismo sin tales aluviones de palabras. Julio Verne, Agustín Millares Torres, Richard F. Burton… Sobre sus obras se seguirán depositando capas: Verano de Juan “el Chino” de Claudio de la Torre, Septenario de Eugenio Padorno, La Señora de Carlos Álvarez…