Relatos de verano: Odisea de unas gafas perdidas en el mar, cerca de la Peña la Vieja. 90 días de estancia submarina

Sucedió un día que, como uso y costumbre, mi porteador me ató a la cinta de su bañador. No me amarró bien y en el transcurso de una travesía a nado, de la Peña la Vieja a la Puntilla, el lazo se fue aflojando y terminé por soltarme, cayendo hacia el fondo marino. Descendía igual a como lo hace una hoja cuando cae de un árbol, planeando lentamente y con suavidad. Arenizé sin mayor problema. Mi visión de la vida había sido, hasta ese momento, lo que otros ojos querían mirar. Ahora tenía la oportunidad de gozar con otra perspectiva del mundo que me rodeaba. Los rayos del sol, que al principio atravesaban el mar y llegaban a mis cristales produciendo un arco iris de colores, se fueron quedando cerca de la superficie. Solo iba quedando una silenciosa claridad que venía de todos lados. Cuando al fin llegué, sin el menor ruido, al arenoso fondo y miré hacia arriba, vi el cuerpo de mi porteador que se alejaba…el batir de los pies al nadar iba dejando un reguero de burbujas. Era un bonito espectáculo.

Siempre había sentido envidia de las aventuras que contaban las gafas de bucear que perdían los submarinistas. Ahora me tocaba a mi gozar, en directo, de las maravillas submarinas de la Playa de las Canteras. Menos mal que me quedé con la visión para arriba y no me entró arena en mis ojos de vidrio ojos. El silencio era el dueño absoluto del entorno y la poca arenilla que revolví al posarme en el fondo, se fue asentando de nuevo y me envolvió la magia del mundo submarino. Ya me lo habían contado pero no es lo mismo. Hay que estar allí. Es algo parecido al silencio de un atardecer en la montaña, en esa hora mágica, que ni es de día ni es de noche. Al principio sentí un poco de chirgo, pero como nada ni nadie se metía conmigo, fui cogiendo confianza poco a poco. Calculé el lugar de mi hundimiento y creo que estaba entre la Peña la Vieja y el Pasadizo.

En aquel momento poco me imaginaba el tiempo que iba a estar allí abajo. Lo lamentaba por mi dueño, pues yo lo veía todo clarito al tener los cristales graduados. Estuve dando tumbos de un lado para otro durante tres meses. Tengo testigos. Trataré de resumir lo que vi en esos 90 días de estancia submarina. Vi a un pulpo peleando con una jaca peluda y dejarla en los huesos, bandos de panchonas que al revirarse y recibir la luz del sol, despedían destellos plateados. Vi a una morena preciosa, de color canelo clarito y pintorreada de negro, que estaba en la puerta de su cueva y no cerraba la boca sino para morder algo. Ni pestañeaba. Otra cosa curiosa que me sorprendió, fue ver a un hermoso guelde que se acercó a una cangrejilla, que se retorcía la pobre, pendiente de algo y cuando se la tragó salió disparado hacia arriba como un volador. Lo mismo pasó con una pobre vieja, aunque ésta se resistió bastante, y otros más.

Pero lo que más me llamó la atención fue, una vez que vi caer tres piezas de ropa de dos bañistas. Dos de ellas eran de colorines y pequeñitas y la otra era más grande y de color negro. Miré hacia la superficie y vi a dos personas que, al parecer, se estaban peleando. Se traían una agarrada tremenda. Él la trincaba por un lado, y ella no se quedaba atrás y lo trincaba por donde podía. A veces formaban una unidad. Así estuvieron un rato dándose empujones y manotazos. Al final terminó la pelea, o lo que fuera, y bajaron los dos margullando a recoger las piezas de ropa. Se cogieron de la mano y se fueron tan campantes como si no hubiera pasado nada. Cosa igual no había visto nunca.

En otra ocasión me agarró un mar de fondo junto con una Marea del Pino y entre la seba y la arena me quitaron la visión. Creí que de esa no escapaba, pues me revolcaron y zangolotearon de mala manera. Otra vez tuve que salir corriendo pues un gran pulpo debió confundirme con un cangrejo de patas largas y si no salgo a escape acaba conmigo. Las patas me llegaban a los cristales. No me quiero ni acordar. Para no cansarles y con esto termino, les diré que un buen día vi acercarse unas grandes gafas submarinas, con tubo y todo. Justo detrás de ellas, estaba mi buen amigo Eduardo Ojeda. Me recogió y después de un tiempo, volví de nuevo a ver el mundo y sus alrededores a través de los ojos de mi primitivo dueño. Cosas que pasan.

Vicente García Rodríguez

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