“Necesito el mar porque me enseña.”. Pablo Neruda

Viernes: aviso naranja por costeros (oleaje) y aviso amarillo por viento.

La playa de enfrente

En las noches de aire limpio se pueden ver al bajar de La Laguna a Santa Cruz las luces que marcan el arco dorado de la playa de enfrente. El mar me gusta en todas sus manifestaciones, pero hay una playa, esa playa, de la que conozco cada rincón, cada remolino, cada peña, el olor, la transparencia única del agua en su orilla, el tacto de su arena. Cuando pienso en mi playa se suceden las sensaciones como si de nuevo estuviera allí.

Está muy cerca de la casa donde nací, la casa de mi abuela, la de Fuerteventura, que se trasladó a vivir a Las Palmas después de casarse. Allí pasé todos los veranos de mi infancia que algunos años se alargaban de mayo a octubre. Todos los días cogía el clavo para jugar en la arena y un membrillo para enterrarlo en la orilla un rato (nunca supe por qué se hacía) y comérmelo luego, y me iba descalza con el bañador y la toalla a pasar la mañana en Las Canteras, por la parte del balneario (cada grupo o cada familia tenía su zona fija). Ese era nuestro universo en verano, siempre igual y siempre distinto: luminoso, nublado, con marea alta o baja, con mareas del Pino en Septiembre; allí jugábamos, nadábamos, sebábamos olas, hablábamos, conocíamos gente. Y por la tarde volvíamos, pero a jugar en la arena o a pasear por las rocas de la playa chica cuando bajaba la marea, buscando burgados o simplemente notando en las plantas de los pies el musgo resbaladizo o la roca seca o el charco. Por las noches, después de cenar, todos los vecinos sacaban sillas o bancos a la acera (casi todas las casas eran terreras) y allí se formaban las tertulias mientras los niños jugábamos o nos contábamos películas en la calle.

En los últimos días de septiembre o primeros de octubre se quedaba casi desierta y cambiaban la luz y el mar; se volvían grises. Era el momento de disolver los grupos que se habían formado en el verano, empezar a prepararse para el curso y guardar los bañadores.

 

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Entonces no éramos conscientes de que la arena y el mar se iban colando en todos los resquicios de nuestras almas y la playa se hacía parte de nuestra esencia.

Por Lolina Marrero.

Fuente: www.loquepasaentenerife.com

Fotos: Colección Lolina Marrero.

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