PROLOGO
En las tardes de verano, el enjambre de chiquillos era llevado por sus madres a la playa, depositados en la arena, despojados de la ropa (debajo llevaban el bañador puesto) y al fin dejados en libertad, no sin la recomendación materna de que no se alejaran demasiado.
La chiquillería se dispersaba y comenzaba su tarea: explorar y descubrir los mil atractivos que ofrecía la playa.
El grupo lo componían varios primos y amigos. Estaban Silvia, Susi, Jim, Chichi, Víctor y Marta.
Marta era una chiquilla flaca, de trenzas rubias. Y al igual que las princesas de los cuentos tienen un hada madrina, Marta tenía un hada tía, que le regaló al nacer una portentosa imaginación.
Lectora voraz de cuentos baratos (cuyos argumentos eran todos sospechosamente iguales), Marta era una experta en hadas y encantamientos. Y siempre se había encontrado con un problema: los personajes de los cuentos, liberados al abrir las páginas, se negaban a volver a su cárcel de papel. Y se quedaban con ella , a su alrededor, como si tuviera vida propia. Marta, les hablaba, reía con ellos, discutían… Y corrían juntos muchas aventuras.
Un día, apareció por la playa una niña nueva que se llamaba María Ester. Venía con sus hermanos y de ellos cuidaba su tía Sole. Inmediatamente se hicieron amigas y Marta obtuvo el privilegio de llamar a la tía Tita Sole, como una sobrina más.
Tita Sole reunía a su alrededor a toda la chiquillería y los asombraba con los cuentos maravillosos que sabía. Marta era incansable, y a veces se quedaba como única oyente, pues ella sola era ya un público. Luego construía castillos en la arena, para albergar a todos aquellos seres que desfilaban por los cuentos de Tita Sole.
La arquitectura de los castillos era un tanto peculiar; Marta empleaba a fondo la imaginación, y de sus manos surgían edificios imposibles. Imposible para las personas, claro está, pero no para los personajes de los cuentos a quienes estaban destinados; Marta sabía perfectamente cómo y dónde les gustaba vivir.
Sin embargo, estaba equivocada. Un día construyó un castillo para la princesa del cuento de turno; cuando lo hubo terminado, lo ofreció gentilmente a la regia inquilina, encontrándose con la sorpresa de que ésta se negó a poner ni un pie en el castillo. Se trataba, al parecer, de una princesa bastante quisquillosa que le encontraba defectos a todo.
Que el castillo era húmedo, incómodo, feo… Nada, no hubo manera. Como la princesa se negara. Marta no tuvo más remedio que construirle otro. También le puso reparos, pero al fin se decidió a instalarse con su corte y servidores.
Y desde aquel día, Marta construía varios castillos, poniendo más atención al gusto de sus moradores. Aunque, a decir verdad, nunca olvidó a encontrarse con nadie tan exigente como aquella princesa.
Pasaron los años. Los niños de la playa dejaron de serlo; algunos se marcharon a estudiar a otra ciudad; otros se casaron y al fin todos se dispersaron.
Marta también se casó y estuvo ausente muchos años, viviendo en otra ciudad. Pero luego volvió. Algunas tardes iba a la playa; se sentaba en la arena y recordaba. A menudo pensaba en Tita Sole; no como la niña ávida de cuentos, sino como la mujer adulta que era ahora.
Sole era soltera; trabajaba en una oficina y vivía en casa de su hermana casada, que tenía seis hijos. En verano, cargaba con todos los sobrinos a la playa; los vigilaba, les daba la merienda y los extasiaba con sus cuentos. Hacía años que Sole había muerto. ¿La recordarían sus sobrinos, o los otros niños de la playa, con el mismo afecto que Marta? No había vuelto a saber de la familia de Sole.
Y de pronto, Marta tuvo la gran idea: escribiría los cuentos de Tita Sole, y los dedicaría a la solterona con vocación de niños….
Y Marta fue a poner manos a la obra, pero… ¡si ya no se acordaba apenas de los cuentos!
Pero la catástrofe no fue tan grande como Marta había temido. ¿Acaso no tenía ella un hada tía, que le había otorgado el don de la imaginación?
Haciendo memoria, juntando retazos, recompuso los cuentos de la amable solterona, en las tardes de verano a la orilla del mar. Y aquí están. Y aunque no sean enteramente suyos, todo el mérito es, sin duda, para Tita Sole.
Mª del Carmen Vallejo de la Fé