El eterno Adán. Es esta una novela corta compuesta en sus últimos años de existencia por Julio Verne y editada como póstuma en 1910 por su hijo Michel, en la que el autor ofreció la particularidad de tender a conclusiones más bien catastróficas y pesimistas, contrarias por lo tanto al optimismo que animó al conjunto de las novelas del ciclo de viajes extraordinarios.
Aunque sin citarlo, el autor parece situar parte del relato en los mares del Archipiélago Canario, o que, al menos estuvo pensando en él, al citar en cambio las Madeiras y Cabo Verde. En síntesis se relata en ella que en un mundo futuro, muchos siglos después del XX, en los que la tierra, transformada por grandes cataclismos se compone de un solo vasto continente aislado en el mar, en su ciudad principal un viejo sabio preocupado por conocer, por saber de los principios de la humanidad, del mundo en que vive, por puro azar descubre en un gran hoyo que se estaba excavando una especie de estuche alargado, de un material desconocido que se deshace entre los dedos al ser presionado y que contiene unos rollos de hojas recubiertas por raros signos que, después de muchos meses de estudio concienzudo y esforzado logra interpretar y que le dicen cómo fue el origen del mundo en que habita, relatado el testimonio por un doctor residente en Rosario, México, en el siglo XXI.
El relato es escalofriante. Enormes terremotos se sucedieron de improviso sobre la tierra, que en menos de veinticuatro horas sumieron en los abismos marinos a todos los continentes. Y gigantescas olas barrieron en brevísimo tiempo toda la faz de la tierra, aniquilando a todo signo de vida, salvándose de aquella hecatombe universal, milagrosamente, tan sólo el doctor mexicano, su hijo y su novia, su chófer y criado, su jardinero y su esposa y dos ilustres doctores que en aquel momento estaban en su casa de visita. Y ello porque a toda prisa se subieron al potente automóvil del doctor y con él ascendieron a lo más alto de las montañas, que iban desmoronándose a su paso, salvándose en lo más alto de una de ellas por puro azar.
Aferrados a los solitarios peñascos que aparecían como islotes en el mar nuevamente en calma, hasta ellos llegó un viejo barco mercante con varios hombres y una o dos mujeres de tripulación, y con él anduvieron los únicos supervivientes del cataclismo recorriendo los mares de un lado a otro mientras les duró el combustible, conociendo por medio de las cartas marinas y de los sextantes que pasaban sobre donde estuvieran: Pekín, Nueva York, Londres, París, Gibraltar…
Y, en un lugar del océano que situaron poco más o menos entre las islas de las Azores y Cabo Verde, encontraron por fin tierra, una tierra extraña e inhóspita recubierta de légamo que por la evaporación se convertía en polvo; y de líquenes, algas y otras plantas marinas secas, sin la más mínima brizna de hierba, sin bicho viviente ni en la tierra ni en el cielo.
La observación hecha un mediodía dio diecisiete grados y veinte minutos de latitud norte y veintitrés grados cincuenta y cinco minutos de longitud Oeste.
Al encontrar en sus exploraciones del terreno restos de unas columnas pétreas como no habían visto nunca, cayeron en la cuenta los sabios de que aquello era la antigua mítica Atlántida que el flujo volcánico había sacado a la superficie. Y allí, en aquel redescubierto continente vivió el grupo de humanos desde entonces.
Soltaron una pareja de conejos que permanecían en las bodegas del barco, así como plantaron granos de trigo recogidos también allí. Los enlaces entre hombres y mujeres procrearon a su vez hombres y mujeres que crecieron e igual que los granos y los conejos se multiplicaron, pero en una especie de salvajismo ulterior.
El relator de las notas contenidas en aquellos antiquísimos papeles acababa en un lamento: Es, ¡ay! demasiado cierto que la Humanidad, cuyos únicos representantes somos, se halla en vías de rápida regresión y tiende a acercarse al bruto; entre los marineros de la Virginia, gentes incultas ya antes, los caracteres de la animalidad se han acentuado más; mi hijo y yo hemos olvidado lo que sabíamos y hasta los propios doctores Bathus y Moreno han dejado su cerebro en barbecho; puede decirse que nuestra vida cerebral se halla abolida por completo.
Y el eterno Adán de Julio Verne concluye diciéndose en él que el viejo sabio del futuro, Por aquel relato de ultratumba imaginaba y se representaba el drama terrible que se desarrolla perpetuamente en el Universo y su corazón estaba rebosante de compasión y tristeza. Entregado a una sola razón, sin la poderosa ayuda de un Ser Supremo, al considerar los males innumerables que habían sufrido los que vivieran antes que él y al inclinarse bajo el peso de los esfuerzos acumulados en lo infinito de los tiempos, el zartog Sofr-Ai-Sr adquirió de una manera lenta, dolorosa, la íntima convicción del eterno recomienzo de las cosas.
(Texto extraído de Canarias7, domingo 30 de junio de 1996, p. 15.)
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