Proporciona un agradable oasis en el desierto abrasante de cualquier playa. Pero las ventajas de la sombrilla suelen descubrirse con el tiempo. Es así que, cuando eres un mocoso o una mocosa, la desdeñas como cosa de abueletes y señoras que hacen punto o calceta.
En la época de la pipioledad, suele parecerte asunto de flojos como niñas gazmoñas o latinistas.
Y, por supuesto, cuando los veinte se van agotando en pos de la treintena, suele ocurrir que la prueba de resistencia ante el sol se te antoja como el más claro indicio que imaginarse pueda de estar derrotando a la vejez. Así que aguantas estoica o aguerrido, depende del sexo, como quien cree que se le puede echar un pulso, así como así, a la insolación y a las quemaduras de tercer grado.
Es el tiempo el que te va convenciendo de que las sombrillas son un gran invento.
Te proporcionan una dulcísima brisa y un frescor como sólo imaginabas (cuando eras una bronceada irredenta) que podría existir en el Cielo, en Shangri-La, en el jardín de las Hespérides, o en bosquecillo de Adán, depende del modo de vida o de la película que acabes de ver.
Las sombrillas cuando son un arcoiris dan además a la playa una vistosidad increíble. Siempre hay partidarios de la unificación cromática con los que no estoy nada de acuerdo, porque pocos paisajes tan alentadores y graciosos como una playa llena de colorines que se bambolean al viento.
Dicen que desde la Luna lo único que se ve de la Tierra es la Gran Muralla China.
Eso será porque los cosmonautas no se han asomado a mirar las Canteras un día de agosto de cielo despejado.
En fin, bajemos de las alturas no vayamos a marearnos y recordemos que una sombrilla nos permite pasar las horas muertas en la orilla del mar, fresquitos, curioseando, atentos a ese ir y venir de cuerpos y conversaciones, sin riesgo de acabar el dia con piel de langosta escocesa.
No sé quién inventó la sombrilla, llamada también parasol en su versión pequeña y coqueta y para uso exclusivo de una sola persona.
No saberlo no me quita el sueño, pero quiero ser justa y vaya desde aquí mi homenaje a ese olvidado creador.
Pero este objeto imprescindible, del que nos armamos un día sí y otro también, puede tener sus inconvenientes.
El peor de todos es dónde guardarlo cuando el verano se acaba. Cuando los momentos estivales son apenas el leve recuerdo de días de calma. Cuando llega el otoño y el invierno el sol es apenas una caricia que no necesita de auxilios.
Dolores Campos-Herreros