Que aflore el salitre

Hace algunos años tuve la ocasión de traducir unos poemas por encargo de un amigo que es un maestro del viejo arte del tapiz. Quería que los versos acompañaran sus cuatro estaciones tejidas a mano en un espectáculo impresionante de creatividad. Al fondo de la sala de la exposición, se dejaba sentir la música de un piano y un violín. Y bien, en un principio, la tarea me resultó bastante costosa, pero no tardé en encontrarme tan a gusto en el interior de las formas –yo siempre enredada entre los hilos de las palabras- que los días iban pasando y no quería salir de aquel ensueño. Traducía mirando, escuchando, casi olfateando el aroma del azahar blanco de sus naranjos vivos, observando aquellos paisajes lanares rescatados de la naturaleza, y entonces me di cuenta de que la belleza de una imagen es un viejo remedio que los seres humanos deberíamos emplear con más frecuencia. Y no digo esto simplemente para criticar la realidad urbana que me rodea, tan escasa de sensibilidad e imaginación, sino para reflexionar ante mí misma. Ni me pongo épica, ni tampoco lírica, tampoco satírica, pero algo hay que hacer…

Creo cada vez más al poeta Rilke cuando nos llama “abejas de lo invisible”, cuando veo que vamos reuniendo locamente la miel de lo visible para ir almacenándola, como él dice, en la gran colmena dorada de lo invisible. No me gustan las comparaciones con el mundo de las hormigas, un mundo jerárquico de soldados, obreras, zánganos, una reina… en el que dividimos el trabajo de la paz y de la guerra, asignando a cada uno el puesto que le corresponde. Yo prefiero el símil de las abejas. A diferencia de las hormigas, a nuestra especie le gusta volar y disfrutar del paisaje, descansar a la sombra de un árbol y, sobre todo, tomar el sol al recoger el polen de las flores. “Yo no me parezco a una hormiga ni en lo blanco del ojo”, le dije el otro día a mi hija la pequeña, “aunque te digan lo contrario, hija mía, nunca lo olvides: de madre abeja”. Efectivamente, a todas las personas nos encanta vivir con sentido y llenar nuestras cestas de sueños que después se transforman en mil formas de hacer. No concibo la vida sin comprender el impulso creativo –no destructivo- que me alimenta. Sólo desde ahí, la existencia deja de ser un túnel oscuro donde las fuerzas están enfrentadas y se empieza a avanzar hacia la visión global de un ser humano que piensa, siente y hace de forma indivisible. Está claro que si nos limitamos a considerar nuestras facetas más superficiales, nos convertimos en seres amputados, privados de la facultad de crear, y nos hacemos hormigas, otorgando nuestro poder a la reina del hormiguero. ¿Y cuál es nuestro hábitat? Sin duda, ese parterre hay que buscarlo.

Desde luego, no se parece en nada a una ciudad de cemento donde ninguna abeja se sentiría a gusto. Parques con flores azules de jacarandá, más dragos, más palmeras, más geranios, más plazas, más arcos, más bancos, por favor… Para Las Palmas de Gran Canaria, pido todo el espacio, la luz y el color del mundo de las abejas. Y además, en este caso, para unas muy buenas abejas, abejas costeras, del litoral, playeras curiosas y salitreras. Pretendo una ciudad de laberinto donde cada salida fantástica tenga, al menos, un jardín con césped y flores. La Puerta Norte, la Puerta Sur, la Puerta Este y también la Puerta Oeste. Ah… la del Oeste, siempre la más bella… La ciudad del futuro, viva, que palpita, con un gran corazón y mucha miel que la impulse, protección y desarrollo de espacios donde el ser humano se conecte con su propia creatividad, a través de la música, el arte, el juego, anchos paseos sobre el nivel del mar… Ésa es la base sobre la que se construye toda sociedad sana y pacífica.

¿Y si, de una vez por todas, fuéramos conscientes de que el tiempo de los hormigueros ya ha pasado? En fin, eso pensaba yo ahora apoyada en mi ventana frente a La Barra, un panal siempre abierto a la esperanza.

Teresa Iturriaga Osa.

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