Mis reflexiones salteadas e inconexas. Vamos allá

[su_heading size=”23″ margin=”40″]Por Concha Lacoste. Enero de 2020.

Después de que él se fue, mi rutina diaria es desayunar con mis amigas en las Canteras; luego, ya en casa, poner radio clásica y así, mientras, voy pensando qué tendría que hacer ese día… si me entran ganas.La cosa me la complico después de almorzar: allí me abandono totalmente, me tiro en el sillón a ver la tele y me voy quedando adormilada. Así me paso la vida, sin obligaciones, sin controlarme… a mi aire. No quiero compromisos, no quiero obligaciones. No sé si hago bien, pero en estos momentos de mi vida no quiero ataduras. Y así, tranquila, paso la última etapa de mi vida. Veremos, eso pienso ahora… Bueno, haré según sople el Aquilón.Pero hete aquí que una tarde la imagen del televisor se quedó paralizada, estática, con un color azul celeste clarito, precioso,
– ¡¡Ay mi madre!!Fuerte desconsuelo. La zarandeé, la golpeé, no hubo manera de que reaccionara, muerte súbita, capú, se acabó lo que se daba. Me quedé amaguada sin mi programa de la siesta
-¡¡Sálvame!! Ay, por Dios, ¿y ahora qué hago yo con tanto tiempo libre?

Estuve unas semanas como la gallina sin nidal, no sabía qué hacer. Me puse a ordenar armarios, planché toda la ropa que tenía amontonada de tiempo, y la tele que seguía en stand-by (en reposo perpetuo). Pero bueno, yo seguí trajinando, mira por dónde le saqué provecho a la cuestión. ¡Ay, vida sin tele!

Luego me dio por los libros, era cuestión de seguir, estaba en racha y contenta del resultado de la enfermedad de la tele. Los fui sacando poco a poco de la estantería y les fui pasando un pañito suavemente, como acariciándolos. En esto veo uno que al mirarlo me pareció un tostonazo: “Oda al Atlántico”, del poeta Tomás Morales. El primer impulso fue desecharlo, pero me picó la curiosidad… las tapas tenían los dibujos de la serie Poemas del mar del pintor Néstor de la Torre, ¡por Dios bendito! casi lo rompo, pero me dio por ojearlo y al leerlo, me sorprendió y me emocionó, había estado allí un montón de años y ni se me había ocurrido echarle una ojeada, ¿cómo es posible que, a mis años, no haya leído nada de este poeta? no me lo explico. Tonta de mí, es más cómodo sentarte delante de la caja tonta y tragarte todo lo que te pongan y tú, embobada, ni lo cuestionas, ni te enteras, bobilina. Te da lo mismo.

¡Ay! A veces me pasan cosas extrañas, hacía tiempo que venía pensando:
-¿Podré a mis años memorizar aún?
Lo pensaba, pero lo iba posponiendo (-bueno, algún día lo haré) y un día, de repente, ¡zas! me ponen delante el motivo para hacerlo, un motivo que me llegó al alma, lloré leyendo el primer poema, porque recordé los momentos felices que viví en el mar junto a él.
Allí, entre las páginas de su Oda al Atlántico, estaba mi fuerte titán. Tal cual. Me propuse memorizar el poema, le puse ilusión y empeño para poder en su honor rezarlo frente al Atlántico Sonoro, porque entre sus líneas no solo está el pensamiento de Tomás Morales: estaba el fuerte Titán de hombros cerúleos e inenarrable encanto. El eterno enamorado del mar… Vicente.

[su_heading size=”20″ margin=”40″]Foto portada: Concha y Vicente posan en el trampolín de la Peña la Vieja. Verano de 1954

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