Hasta hace poco la paloma (en singular) era el símbolo de la paz y las palomas (en plural) gozaban de cierta aureola bucólica.
Sucede que de un tiempo para acá –yo creo que desde que soplan estos aires ecologistas reinantes-, las palomas (en plural y en singular) han caído en desgracia, es decir, en el recelo de los humanos:
Se está gestando una conciencia antipalomas peligrosa. Todo el mundo habla y se queja de su excremento tan corrosivo, de su suciedad, de que anidan en las azoteas, cornisas y todo tipo de salientes poniéndolos perdidos. La paloma ha pasado a ser casi la metáfora de la polución. Y un columbicidio parece cernirse sobre su futuro. Ya nadie casi se acuerda de su gran aportación a la mensajería ni de la noble colombofilia. Los palomares empiezan a estar mal vistos incluso en los muchos barrios donde tradicionalmente los hubo.
En la playa sus huellas incontables sobre la arena seca inquieta a los bañistas más aprensivos -como yo- que no osan bajarse de la toalla, “porsia”. Su revoloteo también resulta molesto cuando uno toma el sol pacíficamente.
Supongo que lo de las palomas es una cuestión de población: si son pocas caen bien; si muchas, un problema. Igual les sucede a las salemas del pan, que llegan a recordarnos a las pirañas.
La paloma quiere compararse con la gaviota en la playa, ponerse a su altura.
Luis del Río García.
En Palomar de Alcaravaneras, a 15 de junio de 2008
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