En esta época del año, de tantos regalos y felicitaciones, me vienen a la memoria algunas vivencias que me ocurrieron en el pasado siglo, allá por los años 1.955/ 1965, en que el Grupo Montañero Gran Canaria repartía juguetes, en Navidad y Reyes por los más recónditos pagos y pueblos de nuestra isla de Tamarán. Llenábamos nuestras mochilas de ilusiones, y las repartíamos, caminando, por apartados lugares donde los camellos de los tres Magos no podían llegar. Bien, uno de esos imborrables momentos ocurrió en un pequeño caserío llamado el Juncal de Tejeda, situado entre Tejeda y Ayacata, al pié del Morro de Pajonales. Anunciábamos nuestra llegada por medio de voladores y trompetillas, de esas que suenan a caña rajada. Al llegar a la pequeña plazoleta del pueblo nos veíamos rodeados de niños, acompañados de su maestra de escuela. Parecían pajarillos revoloteando a nuestro alrededor. La mirada no la apartaban de las mochilas a ver que salía de su interior. Todo un espectáculo, me lo pueden creer. La verdad es que no se quien lo pasaba mejor, si nosotros repartiendo los regalos o los chiquillos recibiéndolos. De pronto alguien de los nuestros dijo:”antes de repartir los juguetes es obligado cantar un villancico”. ¡ Ay mi madre!, aquello fue un golpe bajo. Se hizo un pesado silencio. La risas se fueron apagando. La pobres criaturas, desconcertadas, se miraban unas a otras y hasta la maestra cambió de color. No se sabían ni un villancico. Como estábamos allí para repartir alegrías y no tristezas, aclaramos que había sido una broma. El autor se llevó un cogotazo. Al año siguiente volvimos de nuevo. Cuando llegamos al lugar nos quedamos un poco extrañados al no ver a los niños esperándonos, a pesar de nuestros sonoros avisos. No pasaron ni cinco minutos, cuando aparecieron, por una esquina de la plaza, en fila india y con la maestra, la misma del año anterior, cerrando la comitiva. Venían sonrientes, con esa expresión que ellos ponen cuando van a cometer alguna pillería. Se acercaron a nosotros, que nos preguntábamos que se traerían entre manos. La maestra los puso bien colocaditos delante nuestro y ¡Dios bendito!, comenzaron a cantar unos villancicos y además, bien afinados. Terminamos nuestro cometido, y cuando salíamos del pueblo rumbo a otro caserío, una señora nos paró y nos dijo: “dejen algún juguete para aquellos dos niños que están en la ladera cortando hierba para las cabras”. No vimos a nadie y seguimos nuestra andadura barranco abajo, pues nos quedaba mucho camino por recorrer, y nuestro medio de locomoción eran nuestras montañeras piernas. Al cuarto de hora de camino, oímos unas voces…¡reyes, reyes!…esperen. Paramos la marcha y nos alcanzaron dos criaturas que no tendrían más allá de 11 o 12 años. Venían desalados, casi no podían hablar. Les faltaba poco para romper a llorar…”señores reyes, estábamos cortado hierba, y no pudimos bajar a tiempo a la plaza, mi madre me dijo que traían camiones y balones, ¿queda algo para nosotros?. Me pueden creer ustedes, que nos costó asimilar lo que estábamos viviendo. Extiendan los brazos, les dijimos, que se van a llevar lo que nos piden. Cargaron con sus juguetes y traspusieron barranco arriba, más contentos que unas pascuas. Aún hoy, más de 50 años después, me emociona el recuerdo.
Otro inolvidable reparto de juguetes lo hicimos, en un pago cumbrero llamado Cazadores. Está situado después de la presa de Cuevas Blancas, según se baja hacia Telde desde el Pozo de las Nieves, en la Cumbre. Recuerdo que aquel mes de Enero de 1.960 fue de abundantes lluvias. Cuando llegamos al caserío, anunciados de antemano por trompetillas y voladores, no vimos a nadie. Estaban todos recogidos en sus casas, pues hacía mucho frío, lloviznaba y habían bastantes escorrentías. Instalamos nuestro “cuartel general” delante de una tienda. Insistimos con nuestros avisos para proceder a la entrega de juguetes y los niños fueron apareciendo poco a poco. Pronto fueron un tropel. Muchos de ellos poco abrigados, según nuestros parámetros urbanos. Brincaban sobre los charcos como gacelas, con los cachetes colorados y los ojos brillantes por la excitación. Nos rodearon al momento, al principio con cierta timidez, pero luego ya pedían los juguetes con el descaro de la vergüenza perdida. Procurábamos atenderlos a todos y casi lo conseguíamos. Recuerdo a uno que se quedó sin juguetes y nos miraba triste y”añurgado” como diciendo¿ y para mi no hay nada?. Conchita, mi esposa lo cogió de la mano, lo entró en la tienda y le compró una caja de12 lápices de colores, marca “Alpino”, gomas de borrar, 2 libretas, caramelos y encima le regaló una moneda de diez duros, de los de antes. No quedó muy conforme el hombre, pero al menos se le borró la tristeza de su cara. Estas vivencias me acompañaran hasta el siempre de mi vida. No me digan ustedes que estos recuerdos se pueden olvidar.
Vicente García Rodríguez.
1 de Enero de 2008