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Ruta de los Tres Pinares.

Por razones técnicas llevo una temporada sin salir a la montaña. Cuando pasan

unas semanas sin visitarlas, me va entrando una “jerigilla”, una desazón, que yo denomino la llamada de los montes. Bueno, quizás tendría que haber comenzado este escrito diciendo que soy montañero, por afición y por devoción. Echo de menos la asomada del Sol y su ocaso en los espacios abiertos. Amanecer, Atardecer, palabras mágicas. Sus nombres evocan apagados sonidos y sonoros silencios. Quietud, reposo. Rumor que se cuela entre los pinos. Cuando amanece, la Oscuridad recoge sus atarecos con parsimonia ,dejando su lugar a la luz del día. La Tierra con una ligera y cortés inclinación, en su rotación, permite que el sol se alongue, tímidamente al principio, pero cuando toma confianza no hay quien lo mire de frente. Sus rayos terminan por ahuyentar a la Oscuridad, permitiendo que los árboles, las rocas, bostezando aún, vayan emergiendo de su retiro nocturno, transformando sus sombras en amigable compañía. La brisa mañanera roba el perfume de las flores silvestres, todavía cubiertas por la tarosada y nos lo ofrece amablemente. El día, cumpliendo con la inexorable Ley de la Vida, va muriendo, pero un poco antes nos ofrece otro regalo de la Naturaleza: el Atardecer. El Sol se oculta tranquilito, sin prisas, sabiendo que al día siguiente por la mañana temprano tendrá una nueva oportunidad. Hay momentos en que los sonidos propios del monte se ralentizan y el Espíritu de la Montaña nos envuelve. El tiempo deja de existir. Las hojas de los árboles, las agujas de los pinos no se mueven, contienen la respiración y dejan paso al Atardecer, que viene a preparar el camino para el turno de la Noche…perdón, creo que me he ido un poco por las ramas y troncos y casi se me olvida lo que quería contar. Siempre me pasa lo mismo. Bien, resulta que una pasada madrugada, no hace mucho de esto, percibí unos ruidos y una claridad extraña en el cuarto donde guardo mis útiles de montañero. Vi con asombro a través de la entornada puerta, como mis botas se movían ellas solas, salían de puntillas de su caja de cartón y se ponían un par de mis mejores calcetines. Azules eran. Al principio creí que estaba traspuesto, sonámbulo, pero no. Seguí observando y vi que la mochila se descolgaba de su soporte, el gorro de su colgadera y el bastón de su sitio. ¡Ay mi madre!, ¿Esto que es?. Sin mediar palabra se aprestaron a salir. Me alejé presuroso de mi observatorio pues las botas, del nº 46, venían derechitas hacia a mi y cuando pisan, pisan. Salieron silenciosamente a la calle, y sin mirar para atrás, enfilaron la Cumbre. Aún era noche cerrada. Antes de que traspusieran, me di cuenta de que de un bolsillo de la mochila sobresalía un mapa en el que días antes estuve remarcando el trazado de una de las rutas más bellas que he caminado en nuestra isla Tamarán:”La Ruta de los Tres Pinares”, Pinar de Pajonales, Pinar de Ojeda y Pinar de Inagua. No me atreví a ofrecerme de guía para no cortarles la arrancadilla, ni entretenerles, pues el recorrido es largo y debían empezar la marcha con las claras del día. Se me ocurrió acompañarles de manera ”extraoficial”. Dicho y hecho. Calladito la boca les seguí sin que me vieran. Por poco no voy, pues la belleza de esos tres pinares había sido salvajemente agredida y se me iba a partir el alma. Por otra parte, me dije, también vale la pena-literalmente-caminar por sus senderos para recrearnos en el milagro de la vida de nuestro Pino Canario que, como el Ave Fénix, resurge de sus cenizas. Hasta frío me entra. Ver, admirar sus verdes retoños abriéndose paso valientemente a través de la calcinada corteza, nos debe llenar de alegría y esperanza. No deberíamos abandonarles ahora. Necesitan de nuestro afecto. Han quemado su piel, pero el fuego no ha podido con su alma. Volviendo al relato, seguí de cerca a mis independientes artilugios de montaña. Hablaron poco durante el camino, deteniéndose de vez en cuando para disfrutar de los increíbles paisajes de nuestra isla. Por cierto, se detuvieron a charlar, en silencio, en varios lugares donde en otras ocasiones, me he sentado con buenos amigos. Al término de la caminata les oí comentar lo placentero que les había resultado la andadura y sus intenciones de hacer otras rutas. Yo, por si acaso me vieran, emprendí el regreso velozmente, como en los sueños, y llegué a casa antes que ellos. Poco después llegaron, tan silenciosos como habían partido y se colocó cada uno en su sitio. Espero acompañarles en la próxima.

Vicente García Rodríguez.

Noviembre de 2007.

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