Concluye aquí el relato iniciado por el autor en el articulo anterior. Estamos en el año 1956 y los pasajeros a bordo del correillo ‘La Palma’ acaban de doblar la península de La Isleta como si se tratara del temible cabo de Hornos.
Para refrescar el mareo solía darme un paseo por cubierta que era toda una odisea. Tenía que caminar escarranchado, dando pasos laterales de más de medio metro, agarrándome a cualquier cosa fija que tuviera a mano: la barandita, un bote salvavidas, el enorme banco de tirillas sujeto al piso con tuercas… Si quería pasar de un lado a otro del barco, tenía que abrir un pesado y barnizado portalón, ¿recuerdan?, situado más o menos a la mitad del buque, que servía para pasar a la otra banda. Ponía las piernas bien abiertas, me inclinaba un poco hacia delante afirmando bien los te pies, la mano izquierda con firmeza, en la jamba de la puerta, y agarrando la dorada manecilla halaba hacia afuera con ¿todas? mis fuerzas, dando un triste y apurado salto para entrar. Había que salvar un pequeño pretil o escalón, que si no andabas listo y se cerraba la puerta, con un bandazo a su favor en colaboración con un embisagrado y potente resorte, te podía partir un brazo.
En el pasillo había una escalerilla, que si necesitabas bajar tenias que poner los pies como Charlot. El embate que de allí salía era invisible y maloliente. Era una mezcla de olores que emergían solapadamente, Salía cada uno de su sitio de origen, se esperaban al pie de la escalerilla y luego subían todos a una, paralelos, sinuosos como serpientes y en tromba, a saber: aceite requemada de cocina, combustible, fritangos, sudores ácidos de mareantes, indecentes efluvios de watercloses…. ¡Aaagh ¡ Si pones un espía a oler aquella cosa te confiesa todo lo que sabe y más. Con tal de que lo quites de allí.
Después de una oscura eternidad, las claras del día se acercaron empujando a la noche que se alejaba con la cabeza gacha, de puntillas y en silencio. Parecía avergonzada de haber sido cómplice de tales mareos, poniendo tantas horas de oscuridad que acrecientan el desequilibrio estomacal. Si el honorable se adelantaba en la ruta -milagro- al acercarse a Santa Cruz, aminoraba la marcha. El cabeceo era el ultimo martirio antes de entrar por la bocayna del puerto. El motivo de dilatarse en la llegada, se decía, era para llegar en horas laborables normales y no tener que pagar extras en las operaciones de carga y descarga.
Finalmente y como si no hubiera pasado nada, el caballero se deslizaba tranquilamente por las horizontales aguas de la bahía y atracaba felizmente. Él. Así me fue y así lo he contado. Ustedes no me lo creerán, pero recuerdo al bicho aquel con un cierto y agridulce afecto, con cierta nostalgia. ¿ O será a la añorada juventud que se ha quedado allatrás?
Vicente García Rodríguez.
Miembro fundador (1954) del Grupo Montañero de Gran Canaria.
Publicado en www.pellagofio.es