Cruz de Tejeda – Roque Nublo – Cruz de Tejeda.
13/14 de Febrero de 1954.
Fue un sábado. Ese día, el que suscribe y Miguel Rodríguez Medina nos encontrábamos en la Playa de las Canteras, frente a la Peña la Vieja, esperando que las nubes dejaran paso al sol, pues el día esteba encapotado y no tenía “buena cara” para el baño, además corría una brisilla más fresca de lo normal. En una de éstas que miramos para la Cumbre, vimos como las nubes se desparramaban mostrándonos el cielo con ese limpio color azul de los días de invierno. Paulatinamente y con cierta timidez se fueron asomando las montañas, mirando sorprendidas a su alrededor pues no estaban acostumbradas a verse cubiertas por esas extrañas mantillas blancas. Nos pusimos de pié de un brinco como impulsados por un resorte,¡nieve! ¡ vámonos pa´rriba! Avisamos a otro amigo, Larry Cabral, y tiramos para la calle Bravo Murillo, en la trasera del Gobierno Militar, donde estaba la Estación de los Coches de hora. Bien, como las mochilas eran muy voluminosas, tuvimos que colocarlas en el portabultos del techo, para lo cual había que subir por una escalerilla adosada al vehículo, algo parecido- para dar una idea- a esas guaguas que hay en algunos países de nuestro redondo mundo.
Llegamos a la Cruz de Tejeda sobre las 5 y media de la tarde, cargamos con nuestros macutos, pesadillos ellos, y comenzamos nuestra pequeña odisea en dirección al Roque Nublo, por el camino de todos conocido. ( En Octubre pasado, 2005, se tomó un buen trecho de esta ruta, en la marcha Nacional de Veteranos). Las nubes estaban bastante bajas, pero debido al viento se abrían grandes claros y gozábamos de una visión extraordinaria. Todo estaba cubierto de nieve: laderas, barrancos, roques…¡ Dios, que hermosa es nuestra tierra por dentro! Hoy día, y han pasado algunos años, aun me emociona el recuerdo de esa caminata, ¿O será el recuerdo de la juventud que se ha quedado tan rezagada? Seguimos al golpito y pasamos por Hoya Becerra, Cortijo de los Juncos y toda esa zona encaminándonos hasta la bajada a la Presa de Hornos, dejando a nuestras espaldas a un triste y solitario árbol. Una suave nevada empezó a caer y, a diferencia de la lluvia, las “gotas” de nieve nos cubrían silenciosamente. Nosotros gozando. Tu me dirás. Con 21 años, salud y haciendo lo que nos apasionaba, ni te cuento. A nuestra izquierda, habíamos dejado una pista de tierra que terminaba en la Presa. Para ir hasta Ayacata, por carretera, solo se podía llegar desde Tejeda o por San Bartolomé de Tirajana. Tiempos. Sigamos el relato que se hace tarde y está oscureciendo. El anochecer nos cogió, y bien, bajando hacia la Presa por el sendero que te lleva, si caminas, hasta el embalse. Ahora ya tuvimos que ayudarnos con las linternas y acordamos una hora tope para montar la tienda… ¿Tienda? Eran dos lonetas de distinta procedencia, una de color verdoso y la otra canelo clarito, cosidas para hacer una especie de cumbrera, y sin puertas. La corriente de aire, te podía partir el cuello. En fin, llegamos al muro de la Presa con la noche cerrada y caminando despacio. Había que andar con cuidado, pues el sendero estaba lleno de charcos, piedras resbaladizas, fango y nieve. Cruzamos el muro de contención , subimos al otro lado y poco después pasamos por debajo del Roque del Pino ( algunas prácticas de escalada se hicieron allí). Dejamos a nuestra izquierda, al lado del sendero, un pequeño naciente que traía un tímido y medio congelado chorrillo de agua, llegando -sin novedad- a la Degollada de la Goleta. Allí tomamos el camino al Nublo. ¿ Me siguen? La subida era un estrecho sendero que hoy parece la entrada a un circo. Se había metido un viento del Norte más que regular que junto con jirones de nubes, nos azotaba con bastante fuerza. No teníamos a nuestro alrededor ni un solo pino que nos aliviara de las frías ventoleras que venían, además, con nieve y todo. Pasamos por debajo del Fraile, y Miguel subió a buscar una cueva que teníamos idea de que estaba por allí cerca. No la encontró, y seguimos nuestro camino hasta la Degollada de las Palomas. Respetando la hora acordada, las 21.30, paramos y acampamos por el lado sur de la Degollada. Una vez instalada la tienda, pusimos las mochilas en la parte delantera para, en lo posible, atajar el viento, y la otra parte pegada a una pared o roca. El frío aire entraba y salía como le daba la gana. No pegamos ojo, si acaso un poco embelesados, pero lo pasamos muy bien. Juventud. Había estado nevando casi toda la noche, pero tuvimos la gran suerte que amaneció completamente despejado y con sol.
El paisaje de la zona, que ya es grandioso sin adornos, no te digo nada de cómo lo vimos en aquel momento. Cuando salimos de nuestro cobijo, nos quedamos unos minutos quietos y calladitos para no romper la magia de aquel maravilloso espectáculo y poder escuchar el silvestre silencio de las montañas. Era el silencio característico de estas soledades, que sin llegar ha ser agresivo te sobrecoge y envuelve con una extraña serenidad que… no sigo, no sigo. Dejo a la imaginación de ustedes, incorregibles y desinquietos caminantes de senderos, veredas, veriles y vericuetos, la descripción del paisaje que nos regaló aquel amanecer del 14 de Febrero de 1954.
Vicente García Rodríguez
Julio de 2006