“Cuando dos caminos se separan… toma aquel que se dirija a la playa”. Hannah McKinnon

Jueves: buen tiempo, día de playa

“Cuando la playa era nuestra”

Cuando yo era chica, bueno, cuando yo era más chica, la Playa era la de Las Canteras, esto era antes del boom turístico del Sur y por supuesto de los bikinis, entonces todos íbamos con bañador, excepto las osadas “chonis” que importaban ese tipo de moda, pero a las que se les solían arrimar los típicos niños mosca para decirles: “Bikinosa, batatosa, bikinosa, batatosa”.

Pero incluso antes, mucho antes, ya la Playa tenía su historia, mi abuela, inglesa ella pero playera de toda la vida, compró dos hoyos (a duro el hoyo) en la Avenida, pero no dos cualquiera, sino para sombrillas. Me explico, resulta que, aunque parezca mentira, ni siquiera la Avenida era como la conocemos hoy, era de tierra, y cada vecino iba poniendo su granito de arena para hacerla más cómoda, así los Marrero construyeron el famoso muro del mismo nombre, para que no les salpicaran las olas. Pues bien, cuando las autoridades se decidieron a ponerle piso, la constructora, o al menos la que se encargó de la Playa Chica, ofreció a los vecinos la compra de uno o dos hoyos para que por la tarde pudieran instalar sus sombrillas y no perder las tertulias. Se me olvidaba aclarar que por entonces no había ni una mala terraza, que es donde la gente se sienta ahora a pasar la tarde.

Durante aquellos años, los niños teníamos un par de actividades casi sagradas, una era jugar al clavo, la otra ir a pescar a las peñas; entonces tampoco había “rocas”, eran peñas. Hay que reconocer que las féminas eran más hábiles en el manejo del clavo y pasábamos horas enfrascadas en tan simple como barato entretenimiento, sólo hacía falta un clavo grande, que por cierto, sólo vendían en las ferreterías del Puerto, y la habilidad de cada una de las jugadoras que se aplicaban que no valían “las siete reglas” (aunque nunca nos quedó muy claro cuáles eran) e insistíamos en hacer perder a nuestras oponentes con una sencilla retahíla al tiempo que hacíamos garabatos en la arena: “por aquí pasó Pilato haciendo garabato, por aquí pasó otra vez, haciéndole perder”.

Sin embrago, el marisqueo era más compartido, y era muy útil cuando todavía teníamos que hacer dos horas de digestión después del almuerzo. Bueno, menos una vez en que mi otra abuela, que era de la “Isla Picuda” me regaló unos pantalones largos que sistemáticamente metía en todos los charcos. Lo más fácil de pescar, con las manos y un balde por supuesto, eran los camarones, pero una también se daba su maña con los “cabosillos”.

Pero, sin duda, lo más divertido era un domingo en la playa, bajábamos a coger sitio a eso de las nueve, instalábamos dos sombrillas familiares y subíamos a desayunar. Poco a poco iba llegando todo el batallón de amigos y familiares, entonces mi padre, que tenía complejo de excavadora, nos hacía unos barcos impresionantes y nos tenía a todos entretenidos hasta que subía la marea. Muchas veces nos llevaba paseando hasta la Cícer, entonces todavía funcionaba como fábrica de luz y soltaba unos chorretones de agua caliente que hacían unos remolinos divertidísimos, pero sabe Dios qué porquerías llevaría eso, aunque la verdad es que nunca nos intoxicamos ni nos pasó nada. Allí sebábamos olas y nos encroquetábamos con la arena negra, y así disfrazados de negritos volvíamos a la Playa Chica.

Cuando ya la tarde caía aprovechábamos para recoger los papeles que la gente había dejado tirados y hacíamos enormes volcanes, que consistían en una montaña con una abertura por delante y otra por arriba que se comunicaban, por la primera metíamos los papeles y los prendíamos, luego la cerrábamos y el humo salía por el de arriba. Desgraciadamente, la Policía terminó prohibiéndonoslo.

Otra de las experiencias más divertidas era la de ir a la Barra Grande, si uno no tenía ganas de nadarse la piscinita o aguas verdes, como llaman otros el espacio entre la Barra Chica y la Grande, lo hacía a través de la “Finca de Doña Paca”, que llegaba hasta el hotel Reina Isabel, estaba formada por unas cebas, que no algas, como césped pero más alto, y que hoy ha desaparecido.

Cuando llegábamos buscábamos unos toboganes que resbalaban un montón y que acababan con todos nuestros bañadores, para suplicio de mi madre. En una ocasión metí el pie en un hoyo llenito de erizos y las pasé canutas. La verdad es que si algo no me gustaban eran las vacas marinas, de las que se decía que si te caía la tinta o la leche en los ojos te quedabas ciego, nunca lo comprobé.

Una de las constantes del veraneo era que no pisábamos el cine, según mi padre con las tardes tan bonitas que había en la Playa no podíamos perder el tiempo en el cine, el problema estaba en que cuando algún día nos dejaba teníamos los pies tan desvarados de estar descalzos, que no había sandalia en donde nos entraran.

El punto lo solía poner mi hermano, que tenía la costumbre de perderse todos los jueves, unas veces se había ido con una amiga a la azotea de su casa, otras a explorar la Playa Grande, lo peor era cuando le daba por hacer mataperrerías, como una vez que se metió una cangrejilla por la nariz y hubo que llevarle a la Casa de Socorro.

Por aquellos años, solíamos vivir con las estaciones, y cada una tenía sus peculiaridades. La primavera era el tiempo de las aguavivas y los paraguas, porque hacía viento y nos venían a la costa, entonces hacíamos grandes hoyos y enterrábamos todas las que cogíamos. Pero siempre terminaba picándonos alguna, el mejor remedio y aunque suene a guarrindongo, era una buena meada sobre la picadura, aunque los más escrupulosos preferían un majadito de ajos que también era eficaz, pero para lo que tenías que irte a tu casa, y uno no solía estar por la labor.

En verano, al igual que ahora, disfrutábamos de una estupenda panza de burro, que comenzaba a clarear en agosto para convertirse en estupendo sol en septiembre. Llegaba entonces la época de los estupendos membrillos mojaditos en agua salada y de las Mareas del Pino (quince días antes o después de esta festividad), entonces se nos iban las horas sebando olas como locos, y aprovechando unas peñas de barro que salían debajo del hotel Gran Canaria, y que nos permitía desarrollar nuestras habilidades como alfareros, aunque la técnica de secado al sol, siempre nos dio resultados bastante mediocres.

Las vacaciones terminaban en octubre con las Mareas del Cordonazo de San Francisco con olas inmensas, casi insebables sin algún que otro revolcón, para entonces ya empezaban a notarse los síntomas del invierno, reflejos en el mar, nubes de borreguito, pequeños detalles que anuncian a los playeros el cambio de estación.

Carmén Correa

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