Todo el monumento está cubierto por una leve capa de algas. En los días soleados los pequeños dólmenes esculpidos por el mar exhiben el color de la arenisca compactada por los siglos. El conjunto de columnas y arcos situado a la orilla de una playa atlántica pasa la mayor parte del tiempo sumergido. Quizás por ello nadie lo utiliza como observatorio, ni se sigue observando desde sus arcos cómo las fases lunares afectan las mareas. Por esa misma razón tampoco se hace el esfuerzo para ver cómo el último rayo de luz pasa por el centro de su columnata a la hora del atardecer. Un conocido escultor holandés intentó hacer una maqueta del monumento. Pasó un año sentado en la húmeda orilla moldeando arcilla para sacar el molde. En medio de una larga marea, dejó el trabajo a medias. “Así sumergido ningún arco, ni columna destacan en la superficie”, meditó inseguro. Entonces le sobrevino un bloqueo, una crisis de utilidad que todavía hoy, le dura y le ha afectado hondamente: “No tiene sentido moldear un observatorio de dimensiones inadecuadas, y mucho menos al fin y al cabo, es como si un niño lo hubiera hecho”. Su forma en semicírculo da cobijo a un pequeño anfiteatro que en invierno se llena de medusas muertas y sargazos. La última creyente del zoroastrismo que vio el rayo a través de sus arcos, fue Ann Mac Cabe, irlandesa de origen, y residente en las islas por la cercanía de estas con la Atlántida. Ann estudió astrofísica, y en aquel instante decidió que hubiera querido ser más pequeña. Lo suficiente como para recorrer los recovecos del monumento. En 1993 se acercó durante el atardecer a la orilla, el agua todavía inundaba la base de los pequeños arcos. Al ver el rayo supo de la existencia de otro mundo lejanísimo, de seres diminutos casi etéreos que utilizaron el lugar para hacer mediciones de fenómenos estelares. Lo supo, porque al raspar las algas encontró que los trazos profundos de la erosión, formaban un curioso mapa diminuto del cielo y de las constelaciones que se veían desde el lugar. Miles de personas pasan por su lado, sólo los niños se agachan a mirar entre sus agujeros y a escalar sus columnas con sus pequeños juguetes japoneses. En realidad, puede ser que sólo ellos conozcan el verdadero sentido de ese observatorio, demasiado pequeño para nuestra civilización y demasiado grande para nuestras ambiciones científicas. Otros observatorios se han hecho más famosos debido a que las tribus que los hicieron son parte de culturas actuales con sello imperial, o con prestigio histórico.
James Harris. Traductor de lenguas muertas y estudioso de monumentos diminutos. Su último descubrimiento fue un bosque de sauces dentro de en un tronco muerto.
Montse Fillol
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