“Me gustaría que, en el futuro, El Confital sea como un gran parque natural, donde surja la vida y la naturaleza. Que la vida natural siga fluyendo sin ningún obstáculo humano. Lucharía con todas mis fuerzas por ello”. Quien pronuncia estas palabras es Ofelia Santana Marrero, isletera de pura cepa y amante como nadie de este privilegiado espacio.
Ofelia y su familia fueron de aquellos isleteros que supieron disfrutar de este rincón de la ciudad cuando sólo algunos sabían de su belleza. Allá, en la década de los 50, sus padres -junto a sus tíos- poseyeron algunas de las curiosas y bonitas casetas, casi “bungaloes”, que usaban muchas familias para pasar los veranos sobre el jable confitalero.
“Nuestra caseta era de lujo, tenía un bonito baño, cocina, un saloncito, terraza dando al mar, literas para dormir con cortinas cretonas”, recuerda Ofelia. Todos nos conocíamos, éramos como un gran familia que muchas noches de agosto nos reuníamos a la luz de una hoguera para comer un buen caldo de pescado, elaborado con lo “cogido” horas antes.
Mi padre tenía, por aquel entonces, una barquita y algunas nasas, sacaba barreños llenos de fulas, panchonas y sargos. Más tarde, por la noche, iban a coger cangrejos blancos con los mechones. Recuerdo como se veían la luces “andar” por encima de las grandes losetas de rocas, yo los esperaba a la vuelta para ver la enorme cantidad de cangrejos que traían.
Toda la pesca acababa en el caldero o en la “cantina” que mis hermanas poseían varios metros más allá, y, en la cual, muchas tardes, al caer el sol, se formaban unos buenos tenderetes. Era famosa la gallegada de pescado que mi hermana mayor cocinaba, venían a comer gentes de todos lados; artistas, futbolistas, gente bien de Las Palmas. Parece que fue ayer. Veo a Nanino Díaz Cutillas, con aquel cuerpazo y aquel bañadorcito, a Germán, Tonono; muchos futbolistas de aquella época probaron los platos elaborados con lo que mariscábamos y pescábamos sólo minutos antes”.
A Ofelia se le ha quedado en la memoria una tarde que, de repente, se puso el cielo negro y la mar comenzó a rugir. La lluvia tormentosa hizo que empezaran a correr las barranqueras montaña abajo, fue un buen susto: “Nos tuvieron que sacar a todos en camiones. Las casetas y muebles acabaron destrozados”.
Pasaron los años, Ofelia y su gente disfrutaron cuanto pudieron, allí se hicieron “grandes”, correteando entre lapas, cangrejos, y pulpos.
Más tarde, llegó la droga y la marginación, las buenas familias se tuvieron que marchar y abandonar su rinconcito. Algunos aguantaron, pero ya no era lo mismo.
Después de algunas décadas “oscuras”, hoy El Confital vuelve a florecer libre y natural. “Tienes que ir a verlo, está todo verde, están saliendo como unas campanitas violetas. Está surgiendo naturaleza”, dice excitada Ofelia. “Voy casi todos los días a caminar. Oigo el mar cuando choca con los callaos, cuando entra en el Bañadero. ¡Qué recuerdos! Aquí, en el Bañadero, por aquel entonces, los pescadores vendían sus capturas. Estaban vivos, fresquísimos. Si la memoria no me falla, era a 30 pesetas el kilo”.
“Fue una maravillosa adolescencia y juventud, aquellos días confitaleros nunca los olvidaré, forman parte de mí”.