Un día cualquiera de 1956, uno de los altos cargos de la agencia Wagons Lits, reclinado en el caro asiento de su despacho de la delegación nacional, llamó a uno de sus empleados para hacerle una aventurada propuesta. “José, muy cerca de Africa, como usted sabe, están las Islas Canarias que nosotros conocemos por los viajes que hacemos con algunos ciudadanos ingleses que han hallado en aquel Puerto un lugar para sus negocios. Aunque no confío demasiado en ese lugar casi desierto, la empresa me solicita un informe para conocer qué hacen los británicos en aquel lugar y cuáles son las posibilidades de la isla si es que acaso tiene alguna”.
José no se lo pensó dos veces. A golpe de juventud convenció a su mujer y se vino con la familia a conocer el desierto que se extendía desde las montañas de las Isletas hasta la ciudad nueva, ubicada junto a Las Alcaravaneras.
Era un hombre inquieto y observador. Pero sobre todo, joven, condición que no perdió ni siquiera a los 87 años. La oferta turística en la ciudad se reducía a hoteles como el Santa Catalina –guiado hoy por las adiestradas manos de su hijo Pablo- el Atlántico, el Monopol, el Hotel Parque y alguno más. El Sur tampoco existía como lugar de encuentro de visitantes. Pero junto al Puerto se extendía una zona que llamó su atención como nunca antes había atraído a otra persona: La Playa de Las Canteras.
Apostó por este lugar, pero nadie estaba dispuesto a construir hoteles en aquella época en la que ni el Ministerio de Turismo confiaba en esta industria como el potencial que hoy es. No había ilusiones ni vuelos charter que tardaban seis horas desde la Península en vetustos cuatrimotores.
A fuerza de insistencia, José consiguió reunir a algunas autoridades del turismo y así comenzó, junto a otros dos socios, a adquirir parcelas en la playa hasta construir la residencia Mar Azul, un edificio que aún se conserva entre las calles Galileo y Olof Palme. Cuarenta camas, casi todas interiores, pero germen ya del turismo en Las Canteras.
Luego se le unieron otras residencias: Vista Mar, Brisa Mar, Solymar, Reina, Castillo y un largo etcétera que en la Navidad de 1964 se culminó con la construcción del segundo hotel de la playa –tras el Hotel Gran Canaria- el Hotel Caracolas, cerca de Luis Morote. En ese año, la ciudad recibía ya 16.000 turistas frente a los 4.000 que optaban por Santa Cruz de Tenerife, en gran medida por culpa del cabezudo José, que ocho años atrás había tenido la visión de la Playa que otros no tuvieron y que culminó en 1970 cuando, con su capital y el de sus socios, abrieron las puertas del majestuoso Hotel Cristina.
José siguió trabajando y, a instancias de Matías Vega Guerra y Alejandro del Castillo volvió a descubrir el paraíso en el Sur de la Isla donde levantó el Hotel Folías. “Pero la equivocación fue que no se respetó el concurso ganado por un equipo francés para urbanizar el lugar. La gente quería dinero rápido y así se estropeó”, me contaba en la terraza de su casa rodeado de papeles, como acostumbraba a encontrarlo quien tuvo la suerte de conocerlo activo, lúcido y emprendedor.
Ayer se apagó la luz de José Barbero. Nos deja el fruto de sus inquietudes.
José Barrera Artiles
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