En 1958 ya era yo socio de la Casa de Galicia de Las Palmas, fundada en 1951.
De aquella primera etapa de mi paso como socio por la Casa de Galicia, en realidad son bastante vagos los recuerdos que conservo al respecto y muy escasos documentos acreditativos, en todo caso tales como copia de la Hoja de Solicitud de socio, por alguna carpeta archivadora extraviado el carnet que sin duda se me entregó, y alguno de los recibos del abono de las cuotas mensuales correspondientes, etc. Porque, en verdad, yo, que entonces desarrollaba mi actividad laboral en Gando y residía temporalmente en Telde, durante los primeros años de su establecimiento en Las Palmas no fui concurrente de los asiduos a la sede de la Sociedad que, como ya se ha indicado, desde el principio del verano de 1951 estaba instalada en un bien acondicionado edificio de dos plantas y azotea centralizado en pleno paseo de Las Canteras, a escasos metros de la hermosa playa; en la planta baja el servicio del bar, luego también de restaurante que acabó siendo muy concurrido, no solo por los socios o los gallegos en general que residiesen o estuviesen como transeúntes en la ciudad de aquellas calendas sino también por los canarios, sobre todo la juventud isleña que acabó poniéndolo de moda y como lugar de encuentro idóneo para copear, tomar el aperitivo, saborear platos típicos de la cocina gallega etc., al tiempo que los asociados y sus familiares o amistades, si se deseaba, podían asistir a alguna cena-bailable amenizada por alguna reducida orquesta local y que de cuando en cuando se solía organizar; y, cuanto menos, acudir a oír música gallega en la radio-gramola instalada en el piso superior, que era el salón de actos, sala de juego y de baile y a veces comedor comunal, todo en una pieza, aderezado con una reducida oficina para la administración y con unos amplios balcones desde donde se podían admirar inigualables vistas panorámicas del prolongado paseo, de la cada vez más concurrida playa, de la Peña de la Vieja, trampolín idóneo para los nadadores, de los pescadores y sus barcas en La Puntilla, de las aguas del mar, remansadas casi en forma perenne por la singular “barra” natural de pétrea arenisca conformada como una escollera en aquella zona de la bahía del Confital, y de un lado, de las volcánicas montañetas que componían La Isleta y del otro las abruptas montañas, cercanas unas y rematadas en acantilados sobre el mar y lejanas otras, difuminadas en la distancia, a veces con el imponente y maravilloso añadido al frente de la silueta de la isla de Tenerife con el pico Teide surgiendo de la bruma, como flotando entre nubes en atardeceres de indescriptible belleza. Todo ello contemplado como en privilegiada balconada o mirador desde la Casa de Galicia de Las Palmas, de Las Canteras, a la que, a no tardar mucho, se la dotó de un servicio de duchas o balneario para socios y familiares y que durante mucho tiempo fue motivo de numerosos quebraderos de cabeza para las Juntas Directivas y un cargo más de responsabilidad y vigilancia para el conserje de turno de la Casa, que se las veía y deseaba para cuidar del debido aseo y normal actividad de tan importante y solicitado servicio; que, valgan verdades, fue en su tiempo uno de los mejores acicates y oferta para conseguir asociados, no precisamente gallegos pero sí simpatizantes de la Sociedad que con todo ello iba adquiriendo solera en la ciudad y en la isla, en las islas Canarias.
Veo en mi mente aunque un tanto borrosamente, algunas de las gentes, de los paisanos que yo conocí por el tránsito de aquellos primeros años de existencia de la Casa de Galicia, y tengo la vaga idea de haber asistido a alguna de las Asambleas de socios. Y al conjuro de la remembranza vienen a la evocación, unos más difuminados que otros, los rostros, las figuras del presidente Viéitez de Soto, de Ramón Marino, del progenitor de los Montenegro, de Cesáreo Trabadelo al que luego traté más amplia y cordialmente, de Tomás Rodríguez que, por aquellas fechas era ya el director del Grupo Escuela de Arte Radiofónico que funcionaba en la porteña calle de La Palma y al que yo estuve asistiendo como alumno y que muy posiblemente me hubo de hablar, a fuerza de paisanos ambos, de su labor en pro de la organización de la Casa de Galicia y, puede ser, el que acaso me indujo alguna vez, como anteriormente lo hicieran algunos otros a hacerme socio de ella.
Cuando ya con mi recién conformada familia canaria comencé a transitar por tan atractivo rincón ciudadano, hacía algún tiempo que había desaparecido la célebre y recordada “caseta de madera de Galán”, único balneario y “ventorrillo” por allí del entonces; pero si se continuaba usando, enfrente mismo de la dinámica sociedad gallega, una especie de pontón de tablas que se adentraba un tanto sobre la playa, sirviendo de excelente trampolín pues era el caso que en aquella época había mucho menos cantidad de arena y el mar en sus mareas de flujo y reflujo llegaba a lamer las partes bajas de los paramentos de cemento que eran las bases del paseo, efectuando al mismo tiempo un necesario y continuo drenaje y lavado de la superficie arenosa y de las rocas diseminadas más cercanas.
Y las aguas allí casi siempre remansadas, merced a la providencial “barra” que salvo en tres entradas, cerraba el conjunto, que se convertía como en una gran piscina natural de aguas aquietadas y tranquilas, límpidas y transparentes con tonalidades iridiscentes y ambarinas, tan fielmente reflejadas en los maravillosos óleos del inmortal Néstor.
Carlos Platero Fernández
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