Introducción al Pregón de las Fiestas Fundacionales de Las Palmas de Gran Canaria, junio 1994, por Alfredo Herrera Piqué.

Esta segunda naturaleza que, como toda urbe, es la ciudad de Las Palmas, lleva el nombre de su primera naturaleza. Posee el nombre y los antiguos atributos del paraíso. La isla misma era, por antonomasia, el paraíso: Canaria, Tamarán, la isla oceánica, esfinge de la Atlántida, antiguo cenobio de Alcorán, sombreada de bosques de pinos y laureles; tierra de cristalinos manantiales, de imponentes atalayas y plácidos valles, de playas radiantes que besaron los antiguos jinetes del mar.

Sobre el infinito horizonte azul, las cumbres de Canaria alcanzaron el altar de los dioses. El laberinto de la orografía insular era altiva escultura de vértigos tremendos y sonoras hecatombes: calderas de Roque Nublo y de Tirajana, rodeadas de inmemoriales forestas inmersas en los áureos velos del encendido crepúsculo. Como serpientes prehistóricas, los barrancos abismales surcan el vigoroso paisaje insular hasta alcanzar el litoral de suaves espumas: Tejeda, Fataga, Arguineguín, Guayedra, Guiniguada. En donde este último se une al océano, el mar se hacía doradas dunas, en el istmo de Guanarteme, donde el transfigurado acontecer de un doble sol inflama las luminosas orillas. Las ignotas embarcaciones de los antiguos marinos mediterráneos debieron recalar en la amable ensenada de cálidas arenas y en ocasiones comerciaron con los sorprendidos indígenas.

Antes de ser ciudad, el escenario de la futura villa fue la más genuina representación del paraíso: una doble bahía de suaves arenas escoltada por doradas playas, custodiada por jóvenes colinas volcánicas y ornamentada por un frondoso palmeral, que besaba las frescas aguas del padre Guiniguada.

Así, cuando nuestro Tomás Morales escenifica el nacimiento de la ciudad bajo el velo de sus divinidades protectoras, la rememora bajo los rayos paternos de Helios, a quien hace acompañar en el altar fundacional por Apis y Deméter, y, finalmente, por Mercurio, el genio custodio que sustentaba la vida de la urbe en los tiempos en los que el poeta escribía “Las Rosas de Hércules”.

En el momento en que, bajo las virginales luces del 24 de junio de 1478, hace ahora 516 años, hombres extraños, protegidos por cascos y armaduras, plantaron sus cruces y espadas en el seno del umbroso palmeral, comenzó la destrucción del paraíso. Se había cerrado el ciclo de la naturaleza y se iniciaba el de la historia. No hubo otros mitos en el nacimiento de esta ciudad que el mero origen guerrero, bien que los conquistadores quisieran adornarlo con el manto sobrenatural de Santa Ana, supuestamente encarnada por los cronistas en una mujer nativa.

El pregón es una llamada a la fiesta y una exaltación de nuestra ciudad. El debido homenaje a Las Palmas de Gran Canaria en este aniversario fundacional, bueno es iluminarlo –animando con vida y color nuestra memoria histórica- con varias de las luces más radiantes que ha tenido la ciudad en sus cinco siglos de historia.

Nos acercaremos a cuatro de los faros más luminosos que han brillado en el devenir de Las Palmas y, siguiendo su estela, viviremos la villa renacentista del poeta Bartolomé Cairasco, la ciudad ilustrada del historiador Viera y Clavijo, la villa decimonónica de la juventud del escritor Pérez Galdós y la urbe cosmopolita del pintor Néstor Martín Fernández de la Torre.

(Texto de Alfredo Herrera Piqué extraído de “Cuatro tiempos de la ciudad”, Pregón de las Fiestas Fundacionales de Las Palmas de Gran Canaria, Junio 1994. Ediciones Excmo. Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, 1995, pp. 7-9.)

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