“Cuando dos caminos se separan… toma aquel que se dirija a la playa”. Hannah McKinnon

Sábado de temperaturas primaverales

El origen de los Arenales (2ª parte) por Carlos Platero Fernández

El puerto natural abrigado y recogido del Arrecife, al sur del trozo de costa que se denominó Playa del Confital por lo abundante de unas piedrecitas especiales, calcáreas, que semejan finos y azucarados, garapiñados confites, estaba resguardado de los embates del mar por la prolongada barra que, andando el tiempo y gracias a una entrada abierta en su extremo este, convirtió el sitio en el más apto para el carenado y reparación de embarcaciones, refugio de pescadores y, por todas sus cercanías, paraje apropiado, elegido por quienes en los pasados siglos desearon celebrar alguna excursión marítima costera y comerse “un caldo de pescado con papas arrugadas”, según así lo indicaron escritores locales varios.

Pues bien; la cantería blancuzca empleada ya desde los primeros tiempos para las viviendas de los conquistadores y hacendados residentes en el real, luego villa y después ciudad de Las Palmas la suministró en gran medida la entonces alta y prolongada barra que se formaba sobre una lengua de material lávico procedente de las erupciones volcánicas que conformaban a Las Isletas y que convirtiera el paraje en una especie de gran estanque, de casi siempre quietas, bonancibles y transparentes aguas.

La dilatada playa allí formada se denominó ya a finales del siglo XIX y principios del XX de Las Canteras, por haber sido el lugar explotado al efecto, como se ha indicado.

Al haberse ido rebajando aquella natural barrera de contención hasta quedar reducida y sepultada en gran parte por las mareas, parece ser que ocurrió que las arenas arrastradas por los vientos intermitentes o fijos equinocciales circularon de manera masiva y en direcciones alteradas que, con los años y los siglos, al impulso de los alisios fueron acumulándose al pie de los cerros de poniente, erosionando sus escarpadas laderas y extendiéndose sobre los llanos de Guanarteme y Santa Catalina; invadiendo en avances constantes aquella parte del litoral grancanario. Cubriendo las tabaibas, los cardones y las aulagas, las tierras de labor que se habían estado roturando por allí y también, de forma inexorable, las posibles antiguas murallas de contención de las dunas y de defensa y las instalaciones agrícolas de la zona. Que acabaron sepultando a la ermita de Santa Catalina con sus dos edificaciones adyacentes. Y que, en fin, con el paso del tiempo y los continuos aludes de arena, todo lo que allí había de vegetación y signo de vida desapareció, convirtiéndose el paisaje en un paraje desolado de ondulantes dunas de arena, que así se mantuvo hasta cuando, a partir de mediados del siglo XIX y primer tercio del XX, la expansión urbana de la ciudad de Las Palmas y las iniciales urbanizaciones de Santa Catalina, Guanarteme y La Isleta consiguieron que desaparecieran a su vez por completo.

Actualmente, al haberse edificado también todo el istmo, aunque la arena sigue llegando procedente de las bajas marinas del norte de la isla y pasa libre sobre la Barra de Las Canteras, al no tener salida al igual que antes, a impulsos de los vientos colma de tal manera la playa que ha sido preciso retirarla una y otra vez por medios mecánicos, en un dragado periódico cada vez más constante y preciso.

Hace años, buscando yo datos para un texto que debería de leer como pregón en determinada fiesta patronal, parroquial y barrial, me encontré con algunas noticias interesantes, cual la de que al abrir nuevas calles alrededor del Estadio Insular, sobre todo por su parte norte, aparecieron unos restos de paramentos o murallas de construcción recia, no muy antiguos a juzgar por el sistema de argamasado y mampostería empleados en ellos, muy posiblemente y al igual que los del hallazgo de cuando se estuvo construyendo la escalinata que desciende del Paseo de Chil al complejo deportivo, suponiéndoselos apéndices de la sepultada Batería de San Felipe, que permanecieron incólumes desde que comenzó la invasión continua de las arenas volanderas.

Como aquella otra de que cuando empezaron las cuadrillas de albañilería a preparar los cimientos de varios edificios de los que conforman a la Avenida de José Mesa y López, aproximadamente a la mitad de su inicial trazado, limpiando las toneladas de arena por allí acumulada, surgieron los restos ruinosos de una sencilla construcción que, por sus características inducía a suponer pudiese corresponder a una tercera ermita de Santa Catalina desde hacía siglos desaparecida, sepultada bajo la ingente mole arenosa.

Y son muchos los isleños mayores de las actuales generaciones que al evocar correteos, juegos infantiles y hasta verdaderas batallas campales o “guirreas” entre pandillas de mozalbetes rivales desarrolladas en los dilatados arenales, recuerdan haber oído relatar a sus progenitores y abuelos diversas leyendas sobre ellos, cuales aquella que decía que, si después de haber soplado con fuerza los periódicos vientos del nordeste que arremolinaban la arena y transformaban en un santiamén el árido y cambiante paisaje de dunas, se encontraba al descubierto el hierro de una cruz enhiesta o la varilla de cobre del pararrayos del campanario de una iglesia por allí sepultada, era augurio seguro de fortuna en puertas. O aquella otra que decía que la arena en su totalidad había llegado de improviso, en una sola tormentosa noche, como un “simoun” de la cercana costa occidental de Africa y había sepultado a una cuadrilla de malhechores escondidos en viejas casas abandonadas y cuyas voces lúgubres y plañideras se podían oír en días de vientos fuertes y de temporales.

También, que rezando unas ciertas oraciones, el “saitán” o diablo del desierto sahariano acabaría llevándose de golpe toda la arena al sitio de donde la había traído, asimismo de improviso, como castigo de Dios a las gentes pecadoras de la isla.

(Carlos Platero Fernández. Segunda parte del capítulo V de su obra “Escaleritas”, inédita.)

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