Llegar desde mi pueblo, actualmente no tan pueblo, y asomarme desde la avenida a la altura del otrora entrañable bochinche de ñoño, y ver lo que nos depara la naturaleza, es increíble. La playa es un lugar abierto, hermoso, increíblemente rematado y escoltado por las montañas de la isleta, la barra, el auditorio y el horizonte lejano, llano, indiferente y cotidiano. Son muchas las emociones que me asaltan y se me hace difícil filtrarlas para disfrutar de cada una de ellas; irremediablemente el tiempo y a pesar de mis orígenes semirurales, si me puedo autodenominar así, me han convertido en un enamorado de la ciudad y su vertiginoso ritmo que se interrumpe siempre en este idílico lugar. Pasear por la arena, sentir el sol, disfrutar de una temperatura óptima a lo largo de todo el año y disfrutar de la calidez de las aguas atlánticas desatan sensaciones que dan rienda suelta y alegría inusitada a cualquier espíritu que por allí se acerque y necesite demostrarse a sí mismo que vivir es increíble por el simple hecho de poder tener al alcance de la mano lugares tan tonificantes como La Playa.
Es nuestra playa, la misma ha visto a muchas generaciones disfrutar temporadas estivales y atenuados rigores invernales fieles al lugar, a su encanto y al enorme poder de atracción que ejerce sobre nosotros. Mirar al mar, a su arena y a las cercanas montañas son siempre una referencia para el viandante que recorre su avenida de una punta a otra y un referente totenista para cuando estamos por periodos sin poder verla y recordarla como algo muy grande, muy nuestro y muy especial.
La playa es algo mas que un paisaje embriagador e inigualable, es un sentimiento y un sentir muy profundo dentro de cada uno de nosotros, gente que amamos a este lugar que nos hace vivir de manera distinta nuestra cotidiana rutina después de pasar en su entraña un ratito de nuestro casi siempre maltrecho tiempo.