“Hay un espectáculo mayor que el mar… el cielo”. Victor Hugo

¡ Una de alioli !

Un relato de Teresa Iturriaga Osa

 

Y sírveme otra copa de eso que tienes ahí,

de ese licor añejo 

que en la etiqueta pone

 “Vida”.

        Sabíamos que, al salir del aeropuerto, la mesa en el restaurante de Las Coloradas tenía que estar reservada. Eran demasiados meses sin probar aquel sabor delicioso del pan con matalauva y el alioli que nos ponían de entrante desde que las niñas eran pequeñas. Una tarrina duraba muy poco, desaparecía en segundos. Y es que una familia vasca sin apetito es como una playa sin arena, algo inconcebible. Doy fe. El caso es que aquel bautismo sensorial se había convertido en un dogma de fe, una religión cuyos preceptos seguíamos a rajatabla cada vez que nuestras hijas llegaban de visita. Su hambre de alioli era tan voraz que ya les habían contagiado esa pasión a sus compañeros de vida, adictos sin remedio a los mojos y salsas canarias. Por eso, nada más sentarnos a la mesa, Estefanía gritaba muy alto la comanda de cocina: ¡Una de alioli! ¡Que ya están aquí! Toda una ración para bañarse en ella.

        Era octubre, habían venido a celebrar mi cumpleaños como mandaba la tradición. La terraza estaba repleta de comensales, el aire estaba limpio, el salitre del océano inundaba el nivel del alma. Una sensación de placer nos confundía de piel, atravesando las barreras de las otras personas. No solo podían oírse nuestras voces, sino también las suyas, nítidas, flexibles, libres de peligro. Cuando esto sucedía, el tiempo de ausencia se llenaba de presencia. Qué felicidad. Fuera de la ciudad, tras largas jornadas de viaje, como en épocas anteriores, el alboroto se hacía fiesta en el caravasar. Era hora de comer y de brindar. Primero pedíamos las lapas a la plancha, los calamares saharianos, las papas arrugadas con mojo y los berberechos salteados. Después, le tocaba el turno al agriote, la merluza salvaje del Atlántico. Una delicia de sabor. Poníamos los ojos en blanco. Todo regado con vino blanco canario. Y cuando llegaban los bombones helados de La Peña la Vieja, empezaba lo mejor, con el café, los mojitos y el limoncello. Practicábamos el juego de echarnos un pulso, un rito ancestral. Madre y padre con hijas, yernos con suegros, hermana con hermana, cuñado con cuñado y cuñada… era muy divertido. Un jolgorio de arengas y risas se hacía espacio sobre la mesa de apuestas familiares. 

        Aquel día, entre pulso y pulso, María fue al servicio y detuvimos la contienda unos minutos para descansar, pero al regresar, se percató de que había olvidado sus flamantes gafas de sol en el lavabo. No se sabe cómo pudo suceder, pero no estaban allí, desaparecieron por arte de magia, un robo a plena luz del día. Fue la movilización general: Andrea y Matthieu revolvieron Magazzini con Brocéliande para dar con ellas, Maite iba levantando discretamente los manteles y miraba por el suelo, mientras nosotros rastreábamos los gestos de los clientes que entraban y salían del local. Fue inútil volver a revisar minuciosamente el baño de señoras y dar noticia de la pérdida a las camareras del salón interior. Nadie las había visto. Unas gafas de sol de marca Swarovski no podían pasar desapercibidas; sin duda, alguien las había cogido. María estaba segura de que la joven que coincidió con ella en los aseos se las había quedado. Era una sensación muy justificada por su forma de bajar la mirada cuando se acercó a su mesa a preguntarle. No dejaba de ser curioso que ella y sus amigos no tardaran ni cinco minutos en pedir la cuenta, levantarse y salir corriendo del lugar. Y en medio de aquel teatro, con la desfachatez de su cara de inocencia, la muy hipócrita se acercó a nuestra mesa para despedirse y desearnos éxito en las pesquisas. Entonces, se acabó el paripé. Había traspasado el límite de la paciencia. María la miró fijamente.

–¿Quieres un pulso? –espetó.

–¿Cómo dices? –le respondió la ladrona estupefacta.

–Digo que vayas sacando las gafas del bolso.

–¿Pero… mira?, ¿pero tú de qué vas, enterada? –tartamudeaba de ira.

–Mira… mira… toleta… Yo ya no tengo edad para ser Blancanieves… que a fuerza de madrastras y de enanos, he hecho músculo, y ahora…. te puedo. Dame mis gafas y piérdete –pronunciaba aquellas palabras con tanta firmeza que se oyeron por toda la terraza, ante la audiencia de un público expectante.

        Y, por supuesto, se perdió, y con ella, las gafas. Nunca aparecieron, pero alguien aprendió la lección. Eso seguro. Quién sabe si la loca y sus secuaces las lanzaron rabiosamente desde su coche hacia El Confital y las recogió algún peregrino sediento de sombra para ayudarle en su camino. El cosmos suele equilibrar el caos con su fluir ondulante. Tiempo al tiempo. Mientras tanto, abre el ojo y desparrama la vista.

 

La autora del relato en el mirador de Las Coloradas

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