“Si la tierra es de todos…..”, a la playa del Confital (Relato)

“Si la tierra es de todos,

que sean los mejores,

los más buenos y los sabios

los que dicten

las leyes”.

Pino Betancor

Hace muchos años yo vivía en una playa grande. La llamaban la playa del Confital.

Era una de esas playas en donde las voces del océano se hacían añicos y podías escuchar los diálogos entre la espuma y la sal apreciar los esqueletos de las conchas, y sentir a los guanches enredados en las sebas que te perfumaban con su olor.

Una playa en la que aprendí que la vida es comunicarme con los demás a través de mi piel, de la vista, del olfato, de todos mis sentidos. Aprendí a deslizarme por la arena, a jugar, a sebar olas, a observar el lento aleteo de las gaviotas, a dar mis primeros pasos, a desprenderme de mis ropas, de las cosas inútiles, a lanzar piedras y a buscar cangrejos.

Esa playa era un refugio, con una arquitectura perfecta, hasta en el más mínimo detalle. Su color azulado o verde, era quizás lo que más se parecía al espacio donde se engendraron mis primeros latidos. Blanqueada como un confeti por una capa de sal marina se convertía en un refugio unas veces caluroso otras húmedo pero siempre refugio. Me acogía como una diosa sin límites, en un mar sin fronteras. Un refugio entre casetas, arena, marineros y mar. Entre cuevas y montañas entre rocas, olas y el azul de la inmensidad.

Hoy he vuelto al Confital, la playa casi no la veía. Era un lugar sin vida. Y me entró una tristeza cuando me enteré de que quieren convertir su existencia en asfalto, en un tránsito, una espera, una agonía y he pensado que estoy en un sueño. Me ha entrado un frío. Un frío acompañado de sonidos, de aullidos de grúas y excavadoras. Después vi letreros de publicidad en las calles. Anunciaban apartamentos sin jardines, sin árboles y sin mar. Me estremecí. El sueño tenía que estar equivocado. Le pregunté a un policía que estaba en una esquina.

-¿Vd. cree que van a tapar la playa con hoteles y aparcamientos?

Olía a cemento y en los zapatos en vez de estar empolvados de arena llevaba cal.

-Eso me pregunto yo, me contestó. Y añadió: Esta gente no saben lo que hacen. Es una amputación a la naturaleza.

Al fondo la gran masa de líquido se impermeabilizaba para defender sus animales fantásticos, su flores y sus tesoros. Un mar que gana intensidad cuando llega a la orilla satisfaciendo su vanidad en cada una de las rocas que va encontrando.

Luego me acerqué a unas señoras, parecían gente educada pero estaban alborotadas y me comentaron:

-Yo pensé que se iba a armar un escándalo. Pero ya sabe como terminan estos asuntos. Nadie nos escucha cuando hablamos. Y al final alguien venderá nuestra alma al diablo.

Yo no entendía nada. Algunas barcas se bamboleaban. Las sardinas y los gueldes al oír el tintineo de los remos de madera, huían despavoridas formando una bola apretada de color oscuro. Abrí los ojos, los abrí mucho. A mí me gustaba ver el mar. Un mar sin hoteles, sin aire acondicionado, sin teléfonos, sin ordenadores, sin cañerías, sin agua caliente y sin alfombras. Pensé que El Confital no los necesita, que puede vivir muy feliz sin esas cosas. Las asustadizas gaviotas que por las mañanas anidan en la espuma se camuflaban desorientadas se sumergían, se zambullían y atrapaban los restos de alimentos que los que construían dejaban abandonados. Me sentí angustiada y pensé que algunas veces los habitantes de este mundo elegimos opciones equivocadas y nos precipitamos hacia el suicidio de los recursos naturales, sin tener en cuenta la aventura de existir.

Hace muchos años yo vivía en una playa muy grande. La llamaban La Playa del Confital.

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