Lo vio por primera vez bajo un reborde de callao, en un charco que dejó la marea al retirarse. Reposaba en un almohadón de tentáculos, inflándose y desinflándose suavemente, con aire flemático.
El agua de la orilla estaba revuelta, canela tras las últimas lluvias, y él recordó que los pescadores viejos dicen que, en días así, los pulpos andan como borrachos, mareados por las tormentas y las turberas que los barrancos escupen al mar, y son fáciles de coger.
Éste tenía los ojos calmos de los pulpos de las latitudes del sur, más pachorrientos y menos vistosos que sus congéneres del norte. Casi no protestó con un cambio de color, un latigazo de ventosas airadas o un lapo negro de tinta cuando él extendió las manos, lo acunó entre ellas y lo dejó caer en un balde de playa.
Le preparó un acuario cuando llegó a casa y le bautizó Domingo, por el día en que se encontraron.
Domingo era pequeño, dorado, grácil y se movía por el acuario como bailando, mientras palpaba las rocas y las paredes de vidrio con cautela. Tenía la costumbre de detenerse de repente y dar un brinco, sin aparente esfuerzo, para flotar un instante y dejarse caer con los tentáculos extendidos formando un extraño paraguas correoso. Al aterrizar, se quedaba plantado sobre un cordón de ocho patas, con expresión misteriosa, y le lanzaba un destello de color azulado casi imperceptible, como un guiño.
Se acostumbraron el uno al otro.
Domingo le dejaba meter la mano en el acuario y se acercaba, como titubeando, para darle un abrazo pegajoso mientras su piel se teñía de añil. Él le traía pequeños regalos de sus correrías por La Isleta: una nube de quisquillas frescas, una lata limpia en la que esconderse, diminutos cangrejos del color del fuego.
Pasaron los días, amables, y una noche, Domingo se escondió en su cueva y no quiso abandonarla.
Él llegó tarde del trabajo y le saludó, rascando con los dedos en la gravilla del fondo. Pero Domingo no salió, como cada día, con un anudarse y desanudarse alocado de rejos, a darle el picotazo de buenas noches.
A la mañana siguiente, Domingo amaneció con sus ocho tentáculos anclados al techo de la cueva y una cortina de huevos cayéndole sobre la mirada exhausta.
Un fogonazo azul prendió la piel del pulpo cuando, en su código privado, le informó de que iban a ser padres, de que en tres meses moriría convertida en una cáscara pálida de sí misma y de que entonces quedaba a cargo de sus hijos.
( El Plan B de Domingo es el relato ganador del concurso de relatos 2006 sobre el pulpo de www.miplayadelascanteras.com)