“Necesito el mar porque me enseña.”. Pablo Neruda

Viernes: aviso naranja por costeros (oleaje) y aviso amarillo por viento.

La Peña de la Vieja ( Relato).

MI ULTIMA VOLUNTAD: Quiero que me entierren al lado de Pablo.

No me importa desaparecer.

Leyó con espanto la nota que su amigo le había dejado sobre la mesa e intentó acercarse al cuartito donde suponía que estaba muerto. Golpeó la puerta con los nudillos tanto rato que se hizo sangre; por azar encontró la llave.

Al verlo tirado, los labios sin color y al pie de una cama revuelta, Loreto dio un grito aunque en aquel ático era imposible que la oyesen. Por eso, sin pensarlo más, se acercó a su cuerpo y trató de reanimarlo. Clavada al suelo, sus largas y delgadas piernas parecían harapos. Bajó la escalera como alma que lleva el diablo y del portabultos del coche volvió con una manta; para quitarle el frío se sentó a su lado, lo atrajo hacia ella y lo besó sin importarle el peligro que podría suponer. Algo le decía que tenía que estar junto a él.

-Mi amor, deja que me vaya –susurró Richard.

-Calladito, ssssshh.

Ya había sucedido otras veces: su deseo de huida lo arrastraba a mezclar alcohol y pastillas. Pensó en sus palabras. “Menos mal que no creo en nada” –le había dicho. “La religión es una neurosis y una obsesión infantil, sólo la hemos construido para huir del miedo” –insistía. Ella no estaba tan segura de que fuese un ateo total, nadie puede negar del todo la posibilidad de un Ser superior.

-Tienes razón. Mi mayor rechazo es el concepto de culpa. A veces especulo con dioses antiguos, Isis y Osiris. También estoy asimilando que Buda es armonioso –le dijo unos días más tarde.

-Pensar es importante –procuraba ser conciliadora; de ninguna manera pretendía herir su sensibilidad.

-Aunque el budismo lo veo más como una filosofía que como una creencia estricta.

-Da igual, cariño.

-Bobita, sólo creo en ti.

Ella lo había conocido al ojear su anuncio en el que ofrecía clases de inglés. Era de Brighton y tenía unos cuarenta años, alto, presumido; nunca llevaba la misma ropa, pero a medida que transcurrían las semanas todo cambió. Casi sin darse cuenta empezó a perder peso, le nacían en su piel manchas y herpes y sus ojos grises –delicados y sensibles- no soportaban la presencia de la luz, las caries dentales se le aceleraban. Al verlo así deseó convertirse en la buena samaritana; necesitaba cubrirse con su alma, sobrevivir a través de la suya. Que se olvidara de malos recuerdos y dejase de criticar a su madre, culpándola de todo. Fue una mujer sola y muy exigente consigo misma; continuamente le insistía en que aprendiese a controlar sus emociones, ahogando los deseos. Ahora él maldecía su infancia demasiado dirigida, protegido en vano de todos los peligros: de la calle, del aire, de los hábitos que otros niños del vecindario pudiesen reveler.

De este modo creció sin entender a los mayores, y lo hizo adaptándose siempre a sus gustos, mostrándose sólo como ellos lo querían ver.

-¿No sería tu madre como la de Tony Perkins en Psicosis?

Rió a carcajadas mientras acariciaba con disimulo el retrato de su amigo Pablo. Había logrado convencer a su madre de que era el niño perfecto; aprendió a fingir con sinceridad, a mentir con veracidad y a exigir con ternura. En todos aquellos años la danza se convirtió en su máximo deseo: sacar sus temores y anhelos a través del baile. Pero se fue aislando, desertó de interesarse cuando sus maestros no pararon de incrementarle sus complejos.

Hablaban y hablaban, quemaban barritas de sándalo y le mostraba su colección de fotografías bien ordenadas; su reino particular era el de las lentejuelas, estaba orgulloso de sus vestidos de lujo. Sus telas preferidas eran las sedas, muselinas y satén. Lucía con gracia corpiños, tops y bodies dejando ver tímidos escotes; además poseía una colección de pamelas de paja, zarcillos y zapatos de tacón. También le mostró su gran secreto: su falda roja de la cual descendía una cascada de volantes dorados.

Pero tras la desaparición de Pablo, perdió toda la ilusión y la coquetería; se veía muy desamparado. Loreto, que era mujer, prefería no darse cuenta de lo que pasaba pero él insistía en que lo llevase a la clínica, que le hicieran análisis, que lo viera un psicólogo y sobre todo que le entregaran el diagnóstico que ya conocía de antemano: el sida.

Se divertían mucho cuando él imitaba a Conchita Piquer aunque también evocaba otros personajes: Richard Burton o Paul Newman, heroínas como Liz Taylor o Vivian Leight. A dios pongo por testigo de que nunca volveré a ser pobre, repetía la memorable frase de Lo que el viento se llevó, mientras le comentaba que lo hacía para alejar las desgracias. Luego la halaba de una mano y juntos daban vueltas alrededor del salón: la abrazaba, la besaba y sin darse cuenta llegaba el amanecer, y aquel amanecer siempre traía la playa.

Acurrucados sobre la arena de la playa contemplaban aquella forma de pirámide, la escalera simbólica hacia lo infinito. La Peña de la Vieja presidía el panorama con su elegancia; todos querían alcanzarla y desnudarla de ese musgo resbaladizo con que se viste en algunas épocas del año. Los dos tenían la necesidad de soñar; por eso, ensimismados, contemplaban las aventuras, los duelos y las peligrosas travesías de los cangrejos cuando arañaban las piedras y sorteaban las aves que se acercaban con aspecto de pocos amigos. Festejaban el aire perfumado, la plenitud de la vegetación, el reposo de las olas, la nostalgia flotando bajo el mar y el aliento de los surtidores al colarse entre las rocas.

Mientras en los charcos, como un calidoscopio, miles de paisajes sobre el agua irisada les mostraban el nirvana. Ella se sintió poderosa como Vasanta, la diosa hindú de la primavera.

Empezaron a asomar las mansiones que rodeaban la morada señorial de su gran pirámide: la Peña de la Galleta, la del Burro, Los Lisos y todas las demás -fortificadas por la Barra- surgían formando un tapiz vegetal y rocoso entre los flujos del agua, donde los restos de conchas, burgados y pececillos desnudos huían de su presencia. En aquella calma le vino a la mente un pensamiento citado en la biografía de Gandhi que le había impresionado: Para penetrar en el universal e inmanente Espíritu de la Verdad, uno debe ser capaz de amar como a sí mismo la cosa más pequeña de la creación.

Escuchaban sonidos debajo de su gran roca, observaban la forma en que las olas tocaban las compuertas, despertaban de la infancia y se convertían en crestas de carácter luciendo penachos de espuma. Cubiertos de arena y húmedos sentían la caricia de otros seres.

Loreto disfrutaba con su acento, cerraba los ojos, pasaba la mano por su cara, le rodeaba acercando su cara a su cuello y le sonreía. Pero cuando más feliz se sentía, caía en la cuenta de su desliz.

-La mayoría fallece seis u ocho años después de la infección. Pero si superan este plazo ya son supervivientes.

Long time survivor, había dicho exactamente.

Evocó a Pablo cantando a Sylvie Vartan. Si je chante c’est pour toi, c’est pour toi. Su amigo había muerto a comienzos de año y desde entonces Richard se consideró sentenciado. Si se despidió de su trabajo de publicitario allá en Londres cuando todavía tenía buen aspecto, si se arriesgó a venir a este lugar, fue por acompañarlo en los últimos meses.

Ella y él dialogaban sin parar y Loreto acabó por aceptar que el kharma es el principio básico. Sólo cuenta alcanzar un nivel en el que puedas comprender las cosas tal y como son, ser conscientes de tu existencia y eliminar el dolor que genera la vida.

-¿Crees que todo es tan sencillo?

-No te canses –le decía besando su frente.

Una de esas tardes frías, Loreto se vio de nuevo sentada en una silla de hospital, ante un hombre trastornado que evitaba encontrarse con los ojos de otras personas. Se llevaba las manos al rostro y el miedo le impedía mover un solo músculo. Esta vez sí quería irse. Sus ojos se cerraron; su corazón empezó a debilitarse, y su conciencia y su capacidad de percepción desaparecieron. Ella no se fue, le acompañó un rato.

No medites en el día oscuro en que nadie responde, musitó alejando pensamientos tristes.

Han pasado los años y le encanta adentrarse en el mar, zambullirse en el agua y flotar en aquel lugar donde se incrementan las olas y la marea le acerca un flujo cálido. Percibe su presencia a lo lejos, detrás de aquella gran roca a la que todos llaman La Peña de la Vieja.

Relato extraído del libro “La Peña la Vieja” de Rosario Valcárcel.

Editorial Anroart

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