La naturaleza ofrece su mayor poder de sugestión durante esos atardeceres de la playa de Las Canteras en que el sol se oculta tras el Teide y de paso desata sobre el cielo una brillante catarata de luces y colores. Un espectáculo conocido pero tan variado como sorprendente; la escenografía cambia a cada representación. Los isleños no se cansan, sobre todo en verano y principios de otoño, de contemplar el prodigio. El resto del año la playa pertenece a los turistas. El amor a la playa más que una tendencia obedece a una profesión de fe que luego nos ha acompañado toda la vida. De pequeños pasábamos buena parte de las vacaciones -primero Palma Romero en Santa Brígida, después Las Canteras- metidos en la faena de pescar gueldes en la Barra Chica o buscando entre los arrecifes de la orilla conchas y estrellas de mar. La playa de Las Canteras vivía el esplendor de los años veinte: las tertulias en sillones de mimbre, los ropones de baño listados de azul y blanco; los corros de niñas prendidas del encanto del conde Laurel. El momento cumbre, no obstante, llegaba cuando el sol estaba a punto de desaparecer tras el horizonte. Entonces se hacía presente la magia cotidiana del ocaso y el Teide se encendía en llamaradas de vivos colores. Era el momento de la paz y de las declaraciones de amor.