Catalina Park es un centro turístico de primer orden. Las guías lejanas, lo citan —Parque de Santa Catalina o «parque», más corto todavía—; parece que se llamaba en cierto tiempo. Pero eran los canarios los que usaban y siguen usando tales apelativos.
Y cuando aparecieron las lechosas blancuras nórdicas que el sol y la «panza de burro» en ordenado coloquio se habían encargado de acangrejar primero y de morenar después, a tirones dé una piel vikinga hecha de nieblas y nieves, su obligada visita al parque, mereció el honor de un rebautizo angloparlante. Así nació el Catalina Park, punto de cita ^ y descanso de cuantos durante el día han extendido sus hamacas en Las Canteras.
Porque el parque es distinto, tan distinto que no parece el mismo, de día y de noche, o por ser más exacto, a partir del atardecer. Durante el día es como una plaza de capital de provincia —con esa barbería que sé llama «La Única»—; sus tenderetes donde se venden tabaco y periódicos y chocolatinas y chicle y figuras de madera negroide, bazares donde lo divertido es regatear, perfumerías, boutiques y cafés. Una tabaquería y una farmacia, frente a frente a las dos orillas de Ripoche Street dan un tono serio a un rincón del que son sus dueños los limpiabotas, que lustran el calzado, hablando siempre entre ellos y casi nunca con el cliente.
Al pie de un árbol, en un banco, circular, se sientan los viejos. Los cafés acogen a una clientela local y los camareros hacen un leve precalentamiento para lo que será su maratón a partir de las seis de la tarde.
Entonces, todo ha cambiado; no se encuentra una silla libre en los bares, de las que el «Derby» es siempre el más favorecido. Suenan músicas encontradas que chocan y no molestan. Y por delante de los «cubalibres», de los whiskies y de los «cortados», empieza a desfilar un mundo que sólo aparece en esas horas y que desde las once de la noche se instala campamentalmente a las puertas de los «go-gós» y de las discotecas que hay establecidas en pugna por llevarse la variada clientela. Pasa, desafiante, el bronce perpetuo de la isla tentando con los ojos imperturbables a las extranjeras.
Ripoche Street es otra cosa. Es el paso y el paseo hacia los centros de diversión, hacia Las Canteras, hacia los apartamentos… En Ripoche no se ven las esquinas; todas están llenas de gente. ¿Qué hacen? Nada. Ripochear. Es un verbo nuevo, el de la espera y el traslado de unos a otros, el de la conversación con quien pasa en su coche despacio, mirando… Suenan las máquinas tragaperras, alguien se acerca a pedir fuego, en «La Madrileña» se hacen unos churros deliciosos casi las veinticuatro horas del día-Todos se conocen en Ripoche Street. Casi forman una familia, a veces no demasiado bien avenida; las peleas y las malas caras duran poco.
En la alta madrugada el parque y Ripoche toman un momento de reposo. Pero siempre queda alguien que pasea, que se apoya en el puestecillo cerrado o que se sienta en un banco o en las sillas.
Orlando Hernández conoce ese mundo, porque su obligación es estar con los ojos abiertos, medir las distancias, perderse en las palabras y en los silencios de la noche. Y como es un gran escritor, sin que le tiemble la mano empieza a tomar sus notas para este libro o para aquel artículo. Con este libro, Orlando Hernández ha aportado un cumplido documento del “Catalina Park”, de singular interés para locales y visitantes, y también para la pequeña historia de nuestra capital.
(Prologo de Jesús María Arozemena para el libro “Catalina Park” de Orlando Hernández)
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