La expedición del 81 (Relato)

Nunca volvió a ser el mismo. El suyo no fue, sin embargo, un cambio repentino; su carácter fue mudando sin que apenas nos apercibiéramos de ello.

Atribuyo todos esos trastornos al golpe que se dio en aquel otoño del 81. Aquel año en el que él y yo, junto a un grupo de tres o cuatro amigos, emprendimos viaje a África. Fue un capricho de ellos que secundé de bastante mala gana.

Porque  ¿qué se  me he había perdido a mi en un ballenero como el Mayunba?

Con toda modestia: sólo soy un médico  que ha conseguido una pequeña clientela en los contornos de C.G. y que he jurado no abandonar nunca  a un amigo que es,  por lo demás, extravagante y fantasioso.

Me llamo Watson como podía haberme llamado Pérez o Queiroz, en el supuesto de haber nacido español o portugués. Pero  soy, por una bendición de Dios, un orgulloso subdito del Imperio Británico.

Habíamos oído hablar de las islas C. y algunas horas antes de que  aquellas siluetas rocosas y volcánicas estuvieran a la vista, nos habíamos acodado ya en la cubierta.

Un tipo rudo, que tal vez se llamaba Morgan pero que ya no recuerdo, comenzó a hablar del malvasía, ese vino aromático que algunos prefieren al jerez o al oporto.

Sir Arthur nos explicó que primero llegaríamos al puerto de Santa Cruz de Tenerife y en su pequeño diario escribió, mas tarde algunas notas curiosas sobre el comercio de la cochinilla.

“ Un derivado de un insecto que se cría en los cactus “, apuntó esa tarde.

Se preguntarán ustedes, y no sin razón,  cómo estoy tan seguro de lo que el bueno de Arthur escribía en el pequeño cuaderno de bitácora que siempre llevaba debajo de la camisa.

Les parecerá desleal pero, por las noches, cuando lo oía dormir y respirar ruidosamente, yo , que era su compañero de cabina, me levantaba de la litera, caminaba con sigilo y, a la luz de esa luna que se colaba por el ojo de buey, leía cuanto consignaba en sus libretas

Mis razones, que eran de peso, se resumían en dos.

Por un lado, la había emprendido este hombre con una costumbre extraña.

Se había empeñado en convertirme en personaje y se hacía lenguas de que había hecho de mi persona, el ayudante de un sabueso muy inteligente y perspicaz. Un tal S.H. que llevaba de coronilla al prestigioso servicio de Scotland Yard

Se vanagloriaba de que su criatura, que se apellidaba Holmes, se había aficionado a la morfina como resultado de una vieja herida de guerra que le importunaba a veces.

Era una cicatriz profunda que le producía horribles e insoportables dolores.

Como es natural yo me malicié  peligros.

– Si este Holmes – me dije- es un trasunto de mi buen amigo, ¿ por qué no aceptar que él se esté dispensando pequeñas dosis de ese alcaloide venenoso del que acaba de hablarme?

Mi sospecha se fundamentaba también en ese sueño profundo del que mi generoso amigo disfrutaba.

En fin, que a eso de las dos de la madrugada yo me levantaba puntualmente  ( resistiendo, por tanto, los insidiosos bamboleos del barco ) y echaba, con extrema cautela, un vistazo a su bloc de notas.

“Al secarse- escribió de la cochinilla- sirve de tinte. Un paquete de estos animalillos vale alrededor de trescientas cincuenta libras pero mucho me temo que su precio en el mercado empezará a caer.

En el Times he leído que los alemanes han empezado a experimentar con tintes de anilina…”

Seguir las disquisiciones de Sir Arthur no siempre era un placer. Pecaba mi amigo un tanto de arrogante, y otro tanto, de pelmazo.

Pero lo que más me irritaba era su inveterada costumbre de llevarme la contraria.

Recuerdo en especial una tarde en la que discutimos mucho. Yo, como galeno, expuse los peligros que para la salud y el vigor conllevan  una vida enteramente disipada.

Bien, pues pese a que no pareció dispuesto en ningún momento a poner en tela de juicio  el modo de vida de esos tarambanas que se pasan la vida de party en sarao, por la noche leí en su diario esta pequeña frase un tanto sentenciosa. “ La molicie prematura suele tener un efecto mortal y enervante”.

“Hay cierto placer- bastante sutil- en la abstinencia”, escribió más abajo.

La noche que dejamos atrás el pequeño puerto de Santa Cruz de Tenerife fue deliciosa.

Los vientos alisios soplaban en dirección noroeste y, aunque en aquellas latitudes octubre sigue siendo un mes caluroso, era muy agradable estar al raso.

Mientras el brutal Morgan daba cuenta de un generoso escocés, recuerdo que le expliqué al oído a  Sir Arthur que aquello me parecía el paraíso.

– Nada que ver con el insoportable clima del continente- le dije.

– No obstante, no tardaremos mucho en entrar en los trópicos.

– Amigo mío, es la primera vez que dejo Inglaterra…

–  – empecé a decir yo.

– Cuando la servilleta te resulte un peso intolerable durante las comidas y descubras que te deja un verdugón húmedo en tu pantalón de tela blanca, podrás decir que estás verdaderamente en los trópicos- me advirtió.

Fue por culpa de la disentería que atacó al pinche de cocina por lo que en el siguiente puerto, el de Las Palmas de Gran Canaria, tuvimos que atracar y permanecer varios días.

El capitán, un hombre que había navegado lo suyo, nos sugirió una pequeña incursión por algunas zonas abruptas del interior de la isla.

Nos recomendó los servicios de un lugareño silencioso al que estuvimos esperando más de dos horas. Y lo esperamos tan pacientemente sentados en unos mojones que parecíamos estacas, plantadas en mitad de los bancales de arena.

A diferencia de la noche anterior, aquella era una mañana sofocante.

Varios fueron los medios de transportes que empleamos para llegar a nuestro destino. Incluso hubo un trecho que hicimos en dromedario. 

“El camello- escribió Doyle en su bloc- es el animal más imprevisible y engañoso del mundo. Se acerca a nosotros con ese aire de amabilidad superior que afectan algunas damas de caridad”

No iba a lomos de este animal cuando resbaló, perdió pie y terminó cayendo.

Al principio, nos pareció que todo se quedaría en un pequeño susto. En un accidente sin mucha importancia.

Se deslizó por aquella ladera del barranco, y mientras todos nosotros gritábamos, su cuerpo macizo daba un par de vueltas para quedarse quieto, unos metros más allá, tendido  con los ojos al cielo y la cara ligeramente coloreada de vergüenza.

Le pregunté azarado si se encontraba bien y él masculló algunas palabras de disculpa que yo apenas escuché  y con las que sin duda intentaba tranquilizarme.

En la ladera de la terrible sima, en aquella caldera verdosa y bruma, algo de Sir Arthur se quedó para siempre.

A veces me pregunto si la vieja conmoción no estará detrás de todas esas búsquedas psíquicas que ahora le atosigan.

En los almuerzos de Lady L. siempre alguien me señala y dice:

– Querido Watson, usted que es hombre de ciencia y medicina y, por tanto, más bien materialista y pragmático,  ¿ cómo se explica los caprichos teosóficos, las veleidades espiritistas de su amigo?

Entonces yo pienso en aquel barranco misterioso  con el que nos tropezamos camino de África, en el golpe repentino de cierto día de excursión que comenzó feliz y, simplemente, suspiro.

“Es maravillosa la atmósfera de la guerra “ ha escrito Doyle esta mañana.

Me preocupa. Me preocupa mucho mi dulce, mi melancólico amigo.

(Dolores Campos-Herrero es autora de libros como Veranos mortales o Fieras y ángeles, un bestiario doméstico)

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