Ganadores del 3º Concurso Literario de www.miplayadelascanteras.com en estilo libre

* Safari en la playa de Las Canteras

Autor: Vicente García Rodríguez

Estoy solo sentado en la Barra de las Canteras mirando hacia el horizonte. El murmullo de las olas me está amodorrando y no me deja pensar con claridad. El mar está tranquilo, echado como decimos los playeros. La masa de agua sube despacito como la gigantesca inspiración de un gran animal, se asoma con suavidad, y se desparrama sobre la Barra para luego perezosamente retirarse susurrando en medio de una brillante y burbujeante espuma. El asiento que ocupo, en mis años mozos le llamábamos el ascensor, pues después de zambullimos, esperábamos la subida de la ola y con un jeitillo de medio giro al cuerpo no quedábamos sentados de nuevo.

Retomo mis reflexiones y me vienen recuerdos y vivencias de hace más de medio siglo. De aquí en compañía de unos amigos, que hoy día están en otras playas siderales, hacía un pequeño safari pasando por las Peñas más características de esta parte de la playa… De pronto oigo voces conocidas, giro la cabeza a ambos lados y no veo a nadie… seguro que me ha entrado agua en el oído… quedo de nuevo absorto en mis recuerdos y de nuevo vuelvo a escucharlas. ! Son ellos! Me levanto rápidamente pues las voces se alejan, y por lo que pude escuchar iban a repetir el recorrido de antaño y decidí, un poco añurgado, acompañarles. Eché a caminar detrás de sus voces procurando no hacer ruido no sea que fuera a espantarlos. Llegamos casi al final de la Barra por la parte que mira hacia la Pena la Vieja y uno de ellos dijo.”Vamos a cruzar a nado el Pasadizo hasta los Lisos y hagamos el mismo recorrido que otras veces”. Dicho y hecho. Con toda rapidez los muy condenados (espero que no) se lanzaron al agua y casi se me escapan. Llegamos a los Lisos, los seguí con cuidado para no resbalar y traté de no perderlos de oído pues seguían en animada conversación. Identifiqué sus voces, pero no me atreví a llamarles no sea que se asustaran. Llegamos a la Peña de la Bandera, nadamos un rato en el Charcón y descansamos en la Peña del Piano. Con un par de brazadas llegamos a la orilla y caminamos sobre la Peña de la Galleta que está al lado mismo de la Peña de la Palangana que con su pequeño hueco le da su nombre y de ahí en dos zancadas alcanzamos la Peña del Balcón. Nos asomamos y vimos cerquita la Peña del Camello con su característica chepa. Llegamos a ella en un dos por tres, y como ritual obligado cabalgamos en su joroba. Volvimos a la orilla y nos quedamos contemplando la Gran Roca, eterno vigilante de las Canteras. Nos quedaba la última etapa. Nos tiramos al agua, paramos un momento en la Peña del Descanso que para eso está y seguimos hacia la Peña del Peligro, medio sumergida, y de allí en una última singladura llegamos a la Peña la Vieja. Subimos sin dificultad y cuando me decidí a saludarles, se dijeron adiós y con un “Hasta el año que viene” se extinguieron sus voces… De repente sentí que me levantaban en peso y me vi rodando como un rolo de plataneras pues en todo el “recorrido” no me había movido del sitio, y vino una gran ola que me revolcó sobre la Barra. Cuando cogí tino y pude ponerme de pié medio atontado, oí, no una conversación sino unas risas y no había nadie a mi alrededor. Estaba yo solo. ¿Solo?

* Refúgiate en Las Canteras

Autor: Laura Cruz

Desde niña siempre me gustó correr por la arena. Yo me inventaba los juegos y mi abuelo me miraba atento, pausado, cercano. Sólo cuando estaba en la playa y con él, me sentía libre. Era un hombre callado, como yo, tal vez por eso sólo con mirarnos nos entendíamos. Sus ojos encerraban más sabios que cualquier escuela. Cuando se enfadaba sólo tenía que levantar sus blancas cejas y abrir enérgicamente los ojos. Si por el contrario, todo andaba bien, sonreía y sus ojos se cerraban, de tal forma, que parecía primo cercano de aquel hombre que nos servía rollitos imperiales los domingos. Pero había veces que mi abuelo ni fruncía las cejas ni sonreía. Esos días, camino a la playa, me agarraba de la mano más fuerte y me besaba en la frente. Llegábamos a la playa y él se metía en el agua. Nadaba y nadaba… y yo siempre intentaba seguirlo, pero me cansaba y tenía que conformarme con volver al charcón a coger cangrejos. Si levantaba la vista podía ver a mi abuelo encima de la Peña de la Vieja; sentado, de espaldas a mí, de espaldas al resto del mundo, podía permanecer horas, incluso en algún día con suerte, yo tenía tiempo de llenar mi balde con alguna jaca entre tanto cangrejo. La tarde iba cayendo y su figura se desdibujaba con el horizonte, hasta que de repente se levantaba y volvía otra vez al mar. Entonces llegaba hasta mí y en ese momento sí que sonreía; me agarraba la nariz y se sentaba conmigo en la arena. Mil historias podía llegar a contarle… desde aquella lapa que resultó imposible despegar de la peña, hasta la odisea de atrapar a la jaca mientras los demás niños me miraban esperando al peludo animal. Muchas veces pregunté a mi abuelo qué hacía tanto tiempo encima de la Peña de la Vieja. Muchas veces mi abuelo nada contestó. Hasta que llegó el día de mi cumpleaños. Me dio un beso en la frente y, camino a la playa, me agarró fuerte de la mano. Nos tiramos al agua y nadamos. Yo le seguía… casi me quedaba sin aire, pero algo me decía que tenía que llegar hasta la peña con él. Y así fue, de repente vi cómo mi abuelo me tendía la mano para ayudarme a subir a la peña. Pasamos mucho tiempo mirando el horizonte, cómo cambiaba de color, cómo las gaviotas volaban alrededor de los botes. Y mi abuelo habló: “En esta peña nada puede hacerte daño, nadie puede hacerte mal. Todo lo que ves, absolutamente todo, está aquí para protegerte. Cada piedra de esta playa te conoce, cada grano de arena, cada ola con su vaivén… Sólo tienes que venir aquí y mirar, observar; dedicarle un pedazo de ti; hacer que toda esta playa forme parte de tu vida, de tus sentimientos… la felicidad está aquí” Ni siquiera pude pronunciar palabra; mi abuelo me había revelado su gran secreto, el motivo de tantas horas mirando al horizonte. Todavía lo recuerdo y mi piel se eriza como aquel día. Han pasado muchos años desde entonces y hay días en los que llego, nado y pienso, siento, comparto con la playa una parte de mí. Siempre que regreso a la orilla me siento feliz… sólo me entristece no tener quien me agarre la nariz, quien me bese en la frente camino a la playa. Pero tengo mi playa, y sé que mi abuelo también está ahí.

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